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El gran cisma musical
El 11 de marzo de 1829, Felix Mendelssohn dirigió una obra compuesta ciento dos años antes: la Pasión según San Mateo, obra capital de Johann Sebastian Bach. Aquello fue un acontecimiento excepcional, una rareza: el público de la época acudía a los teatros y a las salas de concierto a escuchar música nueva, a diferencia de nuestros tiempos, en los cuales los aficionados de la llamada música clásica se complacen en la infinita recreación de los compositores del pasado.
Antes del siglo XX, las inquietudes del público musical eran similares a los del cinematográfico en la actualidad: las salas de cine —en días pre-pandémicos— se abarrotaban de gente dispuesta a entregarse a la novedad, a lo nunca visto, y está claro que es una de las actividades que mayores nostalgias provoca en el confinamiento. Pero, en el mundo de la música de concierto no sucede así. ¿Qué pasó con el afán de escuchar nuevas músicas?
A finales del siglo XIX y principios del XX, el Romanticismo musical había logrado (con base en un largo proceso de maduración de cientos de años de creación musical) una verdadera universalidad; un lenguaje que —en sus distintos matices culturales y estilísticos— era comprendido por el gran público: las sinfonías de Mahler despertaban el interés tanto de los intelectuales (pensadores complacidos en filosofar los sonidos) como de los hedonistas (sibaritas subyugados por la voluptuosidad y la emoción de la caricia musical); asimismo, las óperas de Puccini abarrotaban los teatros en Estados Unidos, Italia y Argentina. Sin embargo, aquella Torre de Babel que llevaba siglos de construcción fue interrumpida por el joven siglo XX, que llegó para multiplicar los lenguajes compositivos a partir de nuevos sistemas de creación musical, algunos de ellos con el propósito no sólo de renovar, sino de combatir los procedimientos del pasado.
Parte del público —sobre todo el hedonista— no se sintió complacido con las músicas de laboratorio en las que los intelectuales comenzaron a depositar su interés y en las que la mayoría de los compositores vertieron su creatividad. Como reacción a estos lenguajes de élite se consolidó una cultura basada en un principio de re-creación: la nueva interpretación de las músicas viejas.
Gran parte del trabajo de las orquestas y los solistas es, desde entonces hasta hoy, tocar la música del pasado imprimiéndole un sello interpretativo que haga la diferencia entre un mar de versiones. El público participa con agrado, y los melómanos esperan siempre la versión nueva (tal vez la quincuagésima o centésima por escuchar) de la Quinta Sinfonía de Beethoven.
Que no se infiera de lo que acabo de escribir que el siglo XX y lo que va del XXI han sido estériles en música de concierto, todo lo contrario: la multiplicación de los lenguajes coincidió con un trabajo prolífico de incontables compositores que han logrado músicas interesantísimas. Sin embargo, la balanza de las preferencias del público sigue inclinada hacia el pasado; Mozart, Chopin, Brahms, Verdi, etc., son los protagonistas del escenario actual. Algunos ven en ello el síntoma de una prolongada crisis compositiva, otros, una pertinaz resistencia del conservadurismo a los nuevos lenguajes musicales. Lo cierto es que desde hace mucho se vive un gran cisma en la música de concierto.