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Sangre Helada PARTE I
Por: F. G. Haghenbeck
I Renacer
El ser divino sucumbió. Ocurrió de repente, sin una gran festividad en su honor o una noche de desenfreno sexual. Se acabó ausente de alaridos y gritos, pues entre todas las guerras que se libraron para mantener el dominio de una civilización por siglos, fue el suave murmullo del rezo católico el que terminó por someter al sangriento dios. Había resistido batallas entre deidades primaverales, conspiraciones de regidores por el dominio de los sacrificios, o las conquistas aztecas, cada una arrastrando sus muertos y costumbres para imponer una visión astrológica divina. Incluso sobrevivió guerras civiles de emperadores buscando la potestad de lo sagrado que se creía un derecho de los humanos, no de aquellos a los que alababan. Viendo pasar todo ante sus ojos, como si los siglos fueran parpadeos, iban a ser los monjes de olores penetrantes y telas toscas color tabaco los que sojuzgaran a esa todopoderosa creatura. Como arma contra la que peleó, sólo fue esa cruz, un símbolo tan poderoso como las calaveras en templos o las figuras de cerámica de hombres desollados con rostros ensangrentados que él usaba.
Fue rematado por el concepto simple de un Dios único y mártir ante ese universo de deidades caprichosas y vengativas. Este gigante desollado era considerado la parte masculina del universo, la aurora de la mañana o el maíz tierno. Representaba la renovación, el nuevo principio de la vida. Era ridículo que ahora fuera lo contrario, el final de una época. Mas entendía ese nuevo cambio, dejando atrás el pasado para comenzar un nuevo mundo. No muere, sólo tira su piel, así era su ciclo.
Xipe Tótec, Nuestro Señor Desollado, que es todo carne, se fue a su sueño milenario llevando consigo la piel arrancada de un humano, símbolo de la nueva era, para desaparecer por siglos. Sólo quedaron sus representaciones en frisos y templos donde lo pintaban con el sonajero que llama a la lluvia, teñido de amarillo y una falda decorada con caracolillos. Piel estirada enmascarando su rostro. Mientras que las manos de su víctima desollada colgaban inútilmente en las muñecas. Así fue como desapareció en silencio, como cuando los dioses dejan la tierra ante la ausencia de devoción por ellos. Parecería que murió de inanición y olvido, mas no era cierto que dejaba la tierra ni a sus creyentes. Sólo se echaba a dormir el sueño eterno de los infinitos, esperanzado en que los vientos que trajeron carabelas y estandartes de cruces rojas cambiaran hacia un nuevo despertar. Pues ese pedazo de verde, ese continente aislado, no pertenecía a los hombres que aseguraban venir en nombre de un Dios y un rey. No, esta tierra era de él y de sus súbditos. Así que esperaría renacer para traer el dolor de nuevo.
II 1943 En algún lugar de Veracruz, México
No se le podía llamar pueblo a ese lugar. Era un montículo rodeado de casas casi abandonadas, que dejaban que el viento y los años corrieran a través de ellas. Llamarle población a esa ranchería era excesiva benevolencia. Se trataba de un lugar abandonado, sin ninguna inspiración o trascendencia. No había razón de existir para ese lugar que no fuera ser un aviso de que la esperanza quedaba atrás, pues el averno continuaba al frente.
La planicie aparentaba ser eterna, sólo interrumpida por ese montículo donde el poblado subsistía. Los aires fríos galopaban sin resistencia anunciando un duro invierno. Algunas estructuras compactas de gruesos muros en colores llamativos se desperdigaban llamándose haciendas. Viejos vestigios de la época antes de la gran revolución. Más allá, imponente, se levantaba el volcán nevado Citlaltépetl, testigo de conquistas y guerras, que ahora dormía ante la paz impuesta por el nuevo gobierno del presidente Manuel Ávila Camacho. Esa política de no lanzarse a combatir en la Gran Guerra en Europa o el Pacífico ofrecía a la nación mexicana una ventaja como proveedora de petróleo, metales y alimentos para ambos bandos.
Por ello no permitirían que los saboteadores arruinaran la bonanza y se decidió exiliar a los traidores lejos de la sociedad. En ese poblado perdido entre Puebla y Veracruz estaba la nueva cruda realidad para aquellas familias germánicas que algún día esperaron encontrar fortuna en México, pues ahora eran vistas como enemigas.
Una camioneta Dodge 1942 verde olivo levantó una estela de polvo por el camino. Dejó atrás un oxidado letrero que informaba que sólo faltaban 43 kilómetros para la ciudad de Perote, Veracruz. Al detenerse en una casucha con terraza sostenida por columnas cuadradas encaladas, alzó una nube gris. Poco a poco fue aplacándose para dejar libre el panorama. Alrededor de la construcción había un par de vehículos estacionados: un Packard negro, tan cubierto de tierra que parecía un pambazo, a su lado, un camión Ford de redilas. La casa era de una planta, coronada con tejas que empezaban a desprenderse. Un cúmulo de magueyes se arremolinaba alrededor de ella, pintándola de verde entre el paisaje ocre. Un grueso mezquite intentaba dar sombra, cubriendo a las gallinas que habían huido ante la llegada del nuevo vehículo pero que regresaban a picotear el piso en búsqueda de gusanos. Se veía un perro flaco dormitando a los pies del tronco, resguardando un cráneo de vaca que lo había roído por semanas. Al lado de la puerta, un letrero que anunciaba fonda esperanza. comida corrida estaba caído y cubierto de polvo.
El primero en bajar de la camioneta fue un soldado: traje verde olivo, con pantalones metidos en las botas negras. La camisa manchada por el sudor debido a las continuas horas de manejo. Una gorra del ejército mexicano indicaba que se trataba de un cabo. Su cuerpo se agitó al tocar el piso. Estiró los
brazos acompañado de un largo bostezo. Detrás de él descendió un oficial en uniforme de gala verde, cinturón de piel cruzando el pecho y a la cadera, con gorra de plato. Lentes en tono avispón oscuro en su cara, redondos y pequeños, pero suficientes para mitigar la luz. Su cara era ovalada, morena, enmarcada por un bigote de estrella de cine. Era obvio que trataba de emular a los charros de las películas. Por sus modales, se trataba de un egresado de la academia, miembro de la elite militar. Por último, bajó el prisionero. Lo delataban las esposas de metal que limitaban sus manos al frente. Extranjero, de piel blanca, ojos árticos y cabello engomado peinado de raya a un lado. Una barba de días sombreaba su recia mandíbula. Pantalones caqui de pinzas, chamarra de cuero corta en tinte marrón y un sombrero fedora en su cabeza con un distintivo adorno tirolés de plumas blancas en la cinta.
—Necesito mear y necesito un pinche cigarro… —gruñó el prisionero a sus opresores alzando las manos esposadas. El oficial sonrió ante el comentario. Tomando su tiempo, extrajo una cajetilla de su chaqueta color olivo para escoger un cigarrillo. Se lo llevó a la boca, y lo encendió con un encendedor metálico que rechinó más que una cama de hotel de paso. Después de saborear el primer bocado, arrojó el humo a la cara de su cautivo.
—¿Y las palabras mágicas, espía?
El extranjero cerró los ojos. Trató de clavar su mirada de odio al que lo escoltaba, pero los espejuelos oscuros sirvieron de barrera entre ellos.
—¿Por favor…? —inquirió dudoso. El soldado que lo condujo soltó una carcajada mientras se dirigía al mezquite para descargar la vejiga. El chorro de orina ahuyentó al perro adormilado.
—¿Sus modales, señor Von Graft? Me dijeron que era todo un barón en la alta sociedad. Sólo veo a un patán güerito y bien pendejo —refunfuñó el oficial.
—Mire, capitán, llevamos cinco malditas horas de carretera. Ni idea cuántas más nos falten, pero no quiero pelear con usted. Le aseguro que no pienso escapar. Como puede ver —volvió a levantar las manos esposadas y señaló el paisaje árido— no podré ir a ninguna parte. Así que si me ayuda a bajarme la maldita cremallera y que mis manos agarren el pito para no salpicar, en verdad se lo agradecería.
Fragmento del libro Sangre helada © 2020, F.G Haghenbeck. Cortesía otorgada bajo el permiso de Editorial Océano México.
F. G. Haghenbeck Nació en 1965, en Ciudad de México. Estudió Arquitectura en la Universidad La Salle, trabajó en varios museos y actualmente es escritor de novela negra y guionista de cómics. Fundó Costal de huesos, editorial dedicada al cómic mexicano.