En su trabajo le dijeron que solo tenía ‘una gripa’, a la semana murió por COVID
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En su trabajo le dijeron que solo tenía ‘una gripa’, a la semana murió por COVID
César Augusto Fernández, de 38 años, siempre quiso ser comunicador. La televisión, la radio, y la fotografía, fueron su gran pasión desde que comenzó a estudiar la carrera en la Universidad Veracruzana y luego dejó su Tierra Blanca natal para trabajar en varios medios en el puerto jarocho.
Pero pronto la violencia se atravesó en su camino.
Corría el año 2012. Los años del exgobernador Javier Duarte, hoy preso. Y los años negros de los Zetas, de las extorsiones, de los secuestros, y de las agresiones a la prensa en una entidad que, durante el sexenio de Duarte, fue la más letal del mundo para el gremio, solo por detrás de Siria.
Ante este panorama, César escuchaba a sus dos hermanos, Érick y Julio César, que en su grupo de WhatsApp le pedían que saliera de ese infierno.
“Mi otro hermano, Julio César, trabajaba en una plataforma petrolera y le iba bien. Así que le recomendamos que también se metiera a la plataforma, aunque sabíamos que lo que amaba era la comunicación”, cuenta desde Tijuana Érick Fernández.
César los escuchó. Y en 2012 puso tierra y mar de por medio, y empezó a trabajar arriba de una embarcación que daba mantenimiento a plataformas de Pemex en aguas de Ciudad del Carmen, en Campeche.
No era su sueño. Pero el sueldo como coordinador de control de obras era mejor y además podía intercalar largas semanas en mitad del mar, con semanas en casa junto a su esposa y sus hijos.
Así que todo iba bien para César Augusto. Hasta que en este 2020 llegó la pandemia de COVID-19.
“Cuando trabajaba en la comunicación toda la familia teníamos miedo por él -recuerda Érick-. Mi mamá a cada rato también le decía que ya se cambiara de trabajo para estar más seguro. Y pues mira donde fue a sucederle lo peor”.
“Deja de estar de llorón y ponte a trabajar”
Rosa Andrea Esquivel Montero, de 32 años, es la pareja de César Augusto, y la madre de sus tres hijos: una niña de 11 años, la mayor; un niño de cuatro; y un bebé de apenas un año.
Tras terminar la entrega de productos que vende a través de su página de Facebook para sacar algo de dinero con el que sobrellevar la pandemia, a las nueve de la noche acepta la llamada para esta entrevista.
Nada más empezar la plática, Andrea suspira y ríe nerviosa. Dice que han pasado tantas cosas y tan rápidas que no sabe por dónde iniciar. Así que se arranca por el pasado mes de abril, cuando la pandemia arreció en México.
En ese entonces, la preocupación de la pareja era que las semanas avanzaban y la llamada de la compañía de su pareja, Hasen del Golfo, una subsidiaria de Grupo Evya, no se producía y el dinero en casa se agotaba.
“Nos dijeron que estaban tardando más tiempo en subirlos al barco por la pandemia, para no arriesgarlos tanto”, explica Andrea, que añade que, de hecho, a César Augusto y al resto de trabajadores les hicieron pruebas de todo tipo antes de regresar al barco, incluyendo la de COVID-19.
Como salió negativo, la compañía lo llamó para darle el ok. Y el 26 de abril, como solían hacer antes de separarse por una temporada, Andrea y César se abrazaron, se besaron, y se despidieron. Esa fue la última vez que lo hicieron.
Tras la llamada de la compañía, César Augusto recorrió más de 600 kilómetros hasta el puerto de Ciudad del Carmen, en Campeche, donde subió a La Bamba, la embarcación donde trabajaba. A bordo ya lo esperaba su compañero de camarote, el ingeniero de planeación Sergio Hugo Espinosa.
Una vez en el barco inició con su trabajo habitual desde hace ocho años: enviar los reportes de cuántos trabajadores estaba laborando en las plataformas, qué materiales necesitaban, los costos, facturas, etcétera.
Todo transcurría con normalidad, salvo por un detalle. “En una de las veces que pudimos comunicarnos por teléfono me dijo que notaba muy raro que les habían restringido el acceso a internet”, apunta Andrea. “No les permitían acceso a Facebook y les habían bloqueado los sitios web para leer noticias”.
Aun así, la vida en la embarcación transcurría con normalidad. Empleados llegaban al barco y otros se marchaban en el funcionamiento habitual de un buque que da servicio a plataformas petroleras.
Pero, el 30 de mayo saltó la alarma. César estaba muy preocupado porque su compañero Sergio Hugo estaba en cama y con síntomas de COVID-19.
“Me contó que fue al doctor del buque para pedir que aislaran a su compañero en otro camarote mientras se determinaba si tenía o no el virus. Pero el doctor no le hizo caso. Le dijo que solo era una gripa”.
Inconforme, César Augusto fue con un administrador de la empresa para plantearle su preocupación. La respuesta fue que no podían aislar a su compañero “porque no había camarotes disponibles”. Así que se dirigió entonces con representantes de Pemex, encontrándose con una respuesta mucho más contundente: “Le dijeron que no era nada, que dejara de estar de alarmista y de llorón, y que se pusiera a trabajar”, narra Andrea.
El veracruzano regresó a su puesto de trabajo, como le ordenaron. Hasta que el 4 de junio comenzó a sentirse mal. “Ya empecé con tos y fiebre, espero que no pase nada y regresar bien con ustedes”, le escribió por WhatsApp a su pareja. De nuevo, volvió con el doctor, que solo le dio un paracetamol porque aparentemente tenía “una gripa normal”.
A la par, su compañero de camarote empeoró, por lo que, ahora sí, la empresa reaccionó y el día 8 de junio lo trasladó en helicóptero a tierra. De inmediato, César Augusto pidió que también lo sacaran del barco. Pero a él le dijeron que no. Que antes tenía que terminar su guardia.
“Amor, sácame de aquí”... lee la nota completa en ANIMAL POLÍTICO