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La tormenta
Mi madre me ha compartido otra historia. Y me hace feliz saber que ella sigue escribiendo.
Por el hilo del teléfono escucho su entrañable voz que me narra lo que ha escrito, imagino sobre un papel y con lápiz; le gusta escribir con lápiz. Seguro su corazón se le salió líquido varias veces cuando daba forma a sus memorias. La veo sentada en la barra de la cocina en ese antiguo ejercicio que nos hermana. Pienso que entra el sol del patio donde sobresalen las palmeras altísimas, que ella plantó, mientras escribe.
Pues bien, me cuenta la escena y ¡ya estoy allí!
Es de noche, hay tormenta en el pueblo de Nadadores. Rayos. Truenos. No hay luz eléctrica. Solo la luz de los quinqués en la sala y en las habitaciones. Mi abuela, su madre, Esperanza Guadalupe, apresurada cubre las medias lunas de todos los espejos con mantas blancas. No vaya a ser, no vaya a ser.
La veo reunir a sus hijos. Los lleva presurosa a una recámara. Allí va mi hermosa; pequeña, junto a sus hermanos. Mi abuela los sube a la cama y allí permanecen atemorizados.
¿Qué piensa mi madre a esa edad sobre la tormenta?
Es noche negra y mi abuelo no está. Fue a un pueblo cercano, a San Buenaventura. Se fue a caballo. Se fue a jugar dados con sus amigos. Mi madre tiene miedo. Tiene mucho miedo.
Sobre esto fue el poema que mi madre, Agripina Fuentes Montemayor, me leyó al teléfono. Ella sigue en la escritura de su segundo libro. Y su voz me da una alegría profunda.
Me ha dicho además, que viene Enrique Luis a Saltillo con dos bolsas de alimentos, una para mi hermana y otra para mí.
Me dice que me manda higos y granadas que ella, con sus manos, ha desgranado. ¡Ah! y multivitaminas porque las necesito; que me las tome, dice. Y otras cosas que ya veré. Yo le digo que estaba pensando en la importancia de los rituales familiares, en esas comidas que celebrábamos de pequeñas con los abuelos.
Curioso cómo una invisible sustancia se inyecta y da más vida a la vida misma. Una voz, una llamada de la madre. El sonido de esa raíz de donde vengo que se vuelca en decires de ternura y de cuidado. Es eso lo que prolonga y multiplica la energía de otro cuerpo. El mío.
Me da sustancia no solo saberla, sino también, que me lleve de viaje por su pueblo, cuando yo no constaba en este registro de latidos. Me gusta saberla, me emociona hasta la médula ver con sus ojos, esos que me presta cada vez que me describe su infancia.
Y así patino con alegría por la pista de este domingo, mientras corto las flores de mi jardín que le daré en retorno. Cuidaré ponerles agua con hielo para que aguanten el viaje de regreso, que seguro, será más tarde, pues tanto Enrique como yo, iremos mañana a trabajar.