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Inspiración
“Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles”, dice el primer hexámetro de la Ilíada. Sin la ayuda de la musa el verso no sería fluido ni magnífico. No solo Homero pidió su auxilio de manera explícita, lo hicieron también Virgilio y una miríada de poetas. Tras miles de años de creación, se sigue pensando que el cincel, la pluma o el pincel del artista se mueven insuflados por algún vapor que le anima a producir refinados cantos, letras soberbias o músicas indescriptibles.
“Io son l’umille ancella del genio creator”, canta con exaltada modestia Adriana Lecouvreur en la ópera de Cilea: “Yo soy la humilde servidora del genio creador”. Y continúa: “Él me da la palabras y yo las hago llegar al corazón”. Se trata de un elogio para el creador, pero que también ensalza al intérprete; ambos pueden poseer el genio. ¿Pero dónde está el genio? ¿Es el artista mismo o es su demiurgo?
Creadores y diletantes participan en el mito de la inspiración. Pero en la radiografía del artista no hay nada más que huesos y sombras de masa orgánica: ningún aura mística sobre su cabeza, ninguna presencia metafísica que lo habite o lo acompañe en su creación. Inteligencia y disciplina: he allí a las musas.
Se habla mucho del “proceso creativo”, el cual suele ser distinto entre los artistas. Sin embargo, al margen de las diferencias, tal proceso reposa en un cimiento común: el trabajo.
“Hoy me vino la gana, que no las musas”, dice Alejandro Filio en una de sus trovas. Pero a menudo no vienen ni las musas ni la gana, y el artista debe crear, es su oficio: “Soy un operario de la música”, decía Luis Díaz-Durán que decía Arthur Rubinstein. No es mentira que a veces parece que la pluma se desliza con fluidez taoísta o que las notas salen a borbotones de unas manos afectadas de severa melorrea, pero tales momentos son excepcionales, y, sobre todo, producto de un trabajo previo. Puedo asegurar que ningún cincel perezoso despierta sutiles formas y que no hay manantiales de música sin un torrente oculto de laboriosidad que lo preceda.
“Para tener buenas ideas hay que tener muchas” (Mi tacaña memoria no me facilitó el nombre del autor de la frase, pero estoy seguro de que no es mía). Intentos, muchos intentos, alteros de borradores, mucha tinta... sin duda se ha gastado más tinta en letras no publicadas. Vale la pena echar un ojo a los bocetos musicales de Beethoven: algunos auguran a Jackson Pollock. No soy Beethoven, pero el borrador de este Ricercare también celebra a Pollock. Trabajo... más trabajo.
No estoy defendiendo la tesis de Gusteau, tan difundida por el chefcito Remy, de que “todo mundo puede cocinar”. He sido testigo de historias de trabajo y disciplina cuyos resultados palidecen ante los frutos del talento. Pero cuidado, que también he visto a los talentos holgazanes palidecer ante el resplandor de los talentos trabajadores. ¿Talento?: Inteligencia o habilidad de cauce tan definido que parece intuición o magia. Así lo concibo. Vuelvo a lo mismo: trabajo y disciplina como contrafuertes que sostienen y proyectan la catedral del talento.
Haydn, Balzac, Caravaggio y cuantos nombres de la nómina de los grandes creadores quieran ustedes invocar, fueron o son visitados por la musa, por la inspiración, que no es otra sino la danza de la disciplina y el talento, cuyos giros y prodigiosas evoluciones logran conjurar el misterio del arte.