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Cervantes, el racismo
Las coincidencias se parecen mucho a los hilos de una telaraña que, con astucia siniestra, un omnisciente arácnido teje en la oscuridad. Las coincidencias son tan misteriosas que no nos parecen coincidencias, sino, más bien, el barrunto de que todo esto es una suerte de sueño perfectamente diseñado por un programador o un equipo de programadores genial. La pregunta sería: ¿con qué finalidad?
Por una de estas coincidencias me vi enfrentado, en cierto momento, a un Cervantes del amanecer del siglo XVII, para tropezar, segundos después en un sitio de la Web, con un Cervantes de bronce, derribado por unos manifestantes que luchan “contra el racismo” en San Francisco, California.
Desmenuzo la información: hace unos días, gracias a un despiste, me dejé seducir por un documental llamado “Buscando a Cervantes”, en el que un actor español narra sus recorridos por Europa y sus encuentros con expertos cervantistas con el propósito de construir dramáticamente lo que él –y acaso Stanislavski- consideran “un Cervantes verosímil”.
Fue necesario interrumpir el documental en la Internet: había que ocuparse de otro asunto importante. Antes de entrar al Correo, vi la fotografía y el encabezado de la nota: “Activistas pintan "bastardo" sobre estatua de Cervantes en San Francisco”. Y sobre el césped, derribada, una escultura en bronce del autor de “El Quijote”.
La sorpresa fue doble. Hacía un minuto veía y escuchaba a un actor hablando empeñosamente de Cervantes, y buscándolo. En la pantalla de la computadora me encuentro con una imagen en bronce del mismo Cervantes, tirada, pintarrajeada con aerosol. Pero también con la noticia de que esa escultura fue derribada, precisamente, por “activistas” que se manifiestan “contra el racismo”:
“Washington, 20 jun (EFE News).- La estatua del escritor Miguel de Cervantes fue pintada con la palabra "bastardo" en la ciudad de San Francisco en medio de la ola de protestas raciales que vive el país tras el asesinato del afroamericano George Floyd bajo custodia policial, informaron este sábado los medios locales.”
Surge una especie de shock en miniatura, un shock contradictorio y duradero. Entonces, un empujón de siglos me lanza cinco hacia atrás y en el foro nebuloso de la mente vuelve a aparecer la indignación ante la barbarie de la soldadesca española, la quema de los códices, las esculturas y las otras formas del arte y de lo sagrado, la erección de templos cristianos sobre escombros de pirámides, la codicia, la violación, el precoz desprecio por los nativos –los nacidos en…- de esta tierra, la destrucción casi absoluta de las culturas aborígenes.
Doloroso sincretismo: nostalgia y novedad. Ira por el inútil sufrimiento de los ancestros –el sufrimiento siempre es inútil-; curiosidad frente a la cultura hispana del siglo XVI, empezando por la joya máxima que es su idioma, labrada por un orfebre que pareciera inmortal; una joya que despide destellos antiguos y levemente cercanos:
Roma, los celtas, los bárbaros, los judíos, los misteriosos árabes hablan sus lenguas en este idioma que sigue vivo, alimentándose de las lenguas de los territorios dominados o siendo devorado a medias por el idioma de un nuevo imperio, también en decadencia, como todos los imperios, como todos los seres humanos, como todas las cosas.
Un tanto recuperado de la sorpresa, leo la noticia pero no alcanzo a comprender. La fotografía de un Cervantes derribado en el parque Golden Gate de San Francisco… Un Cervantes “bastardo”. Me estremece la imagen. Ese fotógrafo es un profesional de la mirada:
Lo que percibimos, en primer plano, es la escultura derruida sobre el césped, pero vista de la cabeza a los pies, como si la cámara hubiese sido colocada casi en el suelo, de modo que la perspectiva conduce muy pronto nuestros ojos directamente a un gran pedestal estilo neoclásico, ya vacío y grafiteado, y al mismo tiempo, a la figura de otro fotógrafo que hace su propio trabajo, es decir, de pie y de espaldas al pedestal, enfoca su cámara hacia el rostro de bronce del derribado y –es de suponer- hace varias fotos de aquel espectáculo más bien triste.
Institucional, estructural, sistémico o como quiera denominarse, el “racismo” es uno de esos lastres que siguen lastimando a las sociedades del orbe. ¿De dónde ese sentimiento de “superioridad racial” tan presente aún y no sólo en los EEUU? La pregunta no es retórica. Me la he formulado durante los días que han ocupado la escritura de este texto.
¿Hasta cuándo este tipo de lastres retardatorios continuarán minando el peregrino desarrollo de la humanidad? Parece no bastarnos con pandemias, amagos de guerra nuclear y calentamiento global, entre otros desastres. Seguimos anclados en prejuicios que, hipotéticamente, debieron quedar abolidos hace menos o más siglos, según la inmensa diversidad cultural del mundo.
A cierta tradición y al poder les importa enormemente que todo permanezca hecho un lío en la nave de los locos: la homosexualidad ha vuelo a ser penalizada en ciertos países, desde hace años asistimos al renacimiento del fascismo y de un engendro al que llaman “movimiento neonazi”, el movimiento feminista se ha convertido en un verdadero mare magnum, la familia parece una institución que se desmorona, el fanatismo ideológico hace imposible una conversación internacional, la izquierda se ha atomizado de manera alarmante, hemos descubierto que la democracia no es un sistema de gobierno perfecto…
Y más. Pero encima de todo eso, resulta que seguimos siendo racistas y discriminatorios por quítame allá estas pajas. También lo somos en México, no nos engañemos. Lo somos en América Latina y en el mundo entero. Y lo somos hoy más que nunca, gracias a la pandemia.
Lo impresionante, lo que me parece impresionante, es ver simbólicamente derribado a un autor que siempre fue contenido y tolerante frente a judíos y musulmanes, por ejemplo, a pesar de las mil adversidades que marcaron su vida. Nadie como Cervantes para encumbrar a la mujer en los Siglos de Oro. Recuérdense a la Dulcinea, a la Marcela de “El Quijote”, o a “la gitanilla” de las Novelas Ejemplares, para sólo dar unos cuantos ejemplos.
La evidente respuesta ante un fenómeno tan complejo y nefasto como el de este rostro de la discriminación salta a la vista: el racismo de ninguna manera es un asunto biológico, sino meramente político y cultural, cuyas raíces no sólo se encuentran en la península ibérica de los siglos XV y XVI, como piensan algunos; tales raíces penetran en las profundidades de la historia y de la conciencia humana.