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Nuestro grito
“No contento con los sufrimientos reales –escribe E. M. Cioran en su “Silogismos de la Amargura”-, el ansioso se impone imaginarios; es un ser para quien la irrealidad existe, debe existir; sin ello, ¿dónde encontraría la ración de tormentos que le exige su naturaleza?”.
Agoté varios libros de Cioran antes de encontrar éste, leído, subrayado y anotado hace años. Su acerada acrimonia, su tenebrosa lucidez son proverbiales en este autor rumano que un día decidió radicar en una buhardilla parisina y escribir en lengua francesa.
Necesitaba dar con algo que, de alguna manera, pudiera “utilizar” como el correlato de un cuadro estremecedor del pintor noruego Edvard Much: “El Grito”, celebérrimo por varias razones plásticas, anímicas, ideológicas y hasta económicas. Una de las cuatro versiones de esta obra fue subastada no hace mucho tiempo en los EUA por una cantidad estratosférica.
Desde la perspectiva del arte, este último dato es absolutamente intrascendente: sólo interesa a los mercaderes de objetos artísticos y a los coleccionistas multimillonarios, pero esto ya establece las coordenadas en que se mueven las artes y nuestra época, lo que no deja de ser interesante.
El asunto es que esta obra de Munch me asaltó, de pronto, una noche de insomnio. Al margen de la celebridad y del lugar común en que se ha convertido y gracias al fogonazo anímico de aquella madrugada, supe que era una de las obras que no sólo “retratan” un temperamento individual y acaso un momento de la historia, sino también preconizan un futuro cercano o lejano: el nuestro, el que vivimos desde la Segunda Guerra y el que nos asola en este virulento periodo.
Pero lo supe más que nunca. Todo el mundo conoce lo que el artista dijo acerca de la génesis de la obra: “Paseaba por un sendero con dos amigos; el sol se puso. De repente, el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio: sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad. Mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad. Sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza.”
Los críticos y los teóricos del arte se han preguntado si ese grito proviene de la figura que aparece en el primer plano del cuadro o si es emitido por “la Naturaleza”. He consultado varias traducciones: en unas se dice que “la Naturaleza” expele ese grito, según palabras de Munch; en otras, que el grito “recorre la Naturaleza”. No sé cómo entender, a ciencia cierta, lo narrado por el artista, y como ignoro el noruego, me quedaré sólo con una metáfora un tanto –o un mucho- incompleta.
Una cosa es cierta: ese grito no es emitido por el protagonista del cuadro; más bien, él, ese ser andrógino, se protege y parece huir aterrorizado de aquel demencial alarido, si juzgamos por la gestualidad y la mueca de horror que ofrece el rostro -¿la máscara?- de esa suerte de macabra mojiganga parece desplazarse, ingrávida, por el puente y arrojarse hacia nosotros, los espectadores.
Munch fue un pintor influido por el simbolismo, el impresionismo, el postimpresionismo e incluso por el art nouveau, pero su estilo fue transformándose hasta alcanzar una suerte de adelantado expresionismo, uno de impronta sin parangón, para luego dejarlo atrás.
No se estacionó en ese expresionismo. Siguió trabajando casi hasta el final. Así, su pintura fue encaminándose a una silenciosa claridad. Para alguien como Munch ese periplo le resultó caro: sufrió de lo que hoy llamaríamos profundas depresiones y algunos hablan de un grave trastorno bipolar.
Su obra plástica es, sin embargo, una colección de visiones del alma humana, por decirlo de algún modo. -La palabra “alma” ha sido largamente discutida, lo sé, pero no encuentro otra para nombrar “eso”. ¿Podría decir “psique”? Sí, es posible. Y ya está escrita. Psique.
Una psique en la que no es difícil percibir el reflejo de nuestra imagen individual y colectiva: “El Grito” es un ejemplo espeluznante, especialmente en este pandémico momento.
La obra parece estar estructurada a partir de una sencilla composición: una diagonal atraviesa el cuadro del ángulo inferior derecho al ángulo superior izquierdo, lo que “parte” el espacio en dos áreas; en el área izquierda se representa un puente que se pierde en la línea del horizonte; en el área derecha vemos un paisaje compuesto por un fiordo y un cielo ondulante y espectacular del color del fuego.
En el primer plano, esa figura de sexo indefinido corre aterrorizada hacia nosotros; más allá, en un plano muy posterior, dos figuras empequeñecidas por el efecto de la distorsionada perspectiva, miran el paisaje nórdico o conversan entre sí, pero ajenos por completo al espanto del protagonista.
¿Quién grita aquí, en este extraño espacio de pronto anochecido? ¿La Naturaleza, como tal vez sugirió el propio Munch, o alguien o “algo” más? La pavorosa gestualidad del personaje andrógino del primer plano es similar a otras figuras que podemos encontrar en obras de pintores muy anteriores al expresionismo alemán, como El Bosco, Brueghel el Viejo, Grünewald y otros.
A esta obra de Munch opondría uno de los “pensamientos” más famosos e inquietantes de Pascal: “El silencio eterno de los espacios infinitos me aterroriza”. Pero cualquier palabra que añada a este texto resultaría ya redundante, y, en estos tiempos, obvia.