El sueño de Miei

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El sueño de Miei

ESMIRNA BARRERA

POR: MARTHA SANTOS DE LEÓN

Antes de cerrar los ojos para venir a la presencia de Kitzahiata, lo último que vi fue su cuerpo de fuego.

Kitzahiata, el padre del dios creador Wiska, me acompañó toda la vida. Me llamó Miei y soy el camino por el que transitan los que amo. Con sus manos tejió una telaraña para que la vida no se desfondara y las mañanas olieran a barro y a musgo a lo largo de los tiempos. Para que en las noches el canto de los grillos arrullara a los padres y estos tuvieran música para sus hijos. Los kikapú somos vigilantes de que se mantenga el equilibrio.

Lo último que oí fue una voz de niño, lejana, como entre nubes. No me dejaba partir a la casa de Kitzahiata. No estoy seguro si era el hijo de mi nieta Anakawa, pero si se trataba de él, sé que no se equivocaron cuando lo llamaron Keotuk. Su vocecita tierna ya era un gran trueno.

Entre bruma y la voz del río, recuerdo que el pequeño estaba sentado a la orilla de mi lecho, su garganta tiernita me cantaba “Lú ti cue yoo nanda diidxa’, ti cue’ yoo qui riniibi, ruyadxisi zidi’di dxí”. Una pared escurre historias, contempla fija, inmóvil, el paso lento de los días, pero nuestras paredes tienen vida. No es tan cierto. Por las entrañas de las ramas de sabino, palo blanco, sauz y álamo corre savia viva. Con ramas secas no se puede hacer el acakuenikane para vivir. Si se quiebran, no sirven para darle a nuestra vivienda la forma ovalada, sin principio ni fin para que el invierno pueda atravesar los muros agradecido. Las ramas de álamo que nos cobijan en verano deben ser fuertes, pero igual de flexibles, vivas. Si no, las lluvias de los tiempos calientes no pueden fluir. Se estancan y las ramas secas caen derribadas por el miedo.

El ciclo de la vida es infinito. Kitzahiata así lo manda. Los árboles nos sirven de casa y deben ser renovados por 10. El bosque no debe acabarse, porque sería el fin de la vida kikapú.

En presencia de Kitzahiata he vuelto a ser joven, como en esa cabalgata, con mi cara pintada de azul, blanco y negro. Coronado con mi penacho que colgaba en mi espalda con plumas de colores. Junto con mis hermanos regresaba de la cacería. Habría carne de venado para mucho tiempo. Estaba cansado cuando Tepegki me atrapó. Sus ojos como ascuas me miraron como nunca nadie lo había hecho. Salía luz entre sus pestañas espesas como la noche. Supe que era la compañera para cumplir el mandato de Kitzahiata.

El jefe de la tribu nos unió para toda la vida y para toda la muerte. Mientras los tambores y las voces daban gracias por el ciclo que no se cierra, Tepegki fue mi casa muchas veces. Lo fue cuando los tambores callaron y cuando la luz del sol rompió el manto oscuro que nos cubría bajo el techo de nuestro acakuenikane.

Su piel suave y su entraña caliente me dieron sosiego ese regreso de caza y todos los que siguieron. Sus brazos perfumados fueron mi lugar perfecto en el mundo cuando mis hijos fueron padres y sus hijos también.

En su pelo como cascada de noche vivieron mis sueños, y soñé en él cuando fue monte nevado.

A su lado el ritual para la eterna renovación del mundo tomó otro sentido. Lo que por mandato de Kitzahiata era una obligación, Tepegki lo convirtió en el mayor placer al que pude aspirar como hombre.

El baile del fuego eterno para invitar a la lluvia a ser generosa y prolífica, no solo fue en torno a la lumbre en medio de El Nacimiento. Era una danza armoniosa en nuestro lecho que dio como resultado ocho hijos que me llenaron de orgullo.

El primero fue entregado a Kitzahiata. Se apuró a nacer y lo hizo cuando todavía no estaba preparado. Tenía prisa por salir al mundo o a ir al reino del fuego eterno.  Más que la muerte de mi hijo, me dolió el dolor de mi Tepegki. Su cuerpo se quedó listo para dar vida, pero sus brazos no tuvieron a quién arrullar. Sus pechos no alimentaron a nadie. Dijo mi Tepegki que ningún hijo sustituye a otro. La tristeza que le causó el designio de Kitzahiata nunca se desprendió de su mirada. Más que la muerte de mi hijo, me dolió el llanto callado de Tepegki al entregar a la tierra el cuerpo diminuto. La sombra magnífica que hace el árbol que sembramos en su tumba no consuela a mi Tepegki. Ya pasaron 50 años y el dolor nunca se ha ido del corazón de mi mujer.

Después, cada 18 meses, nacieron mis otros siete hijos. Cuatro son varones y tres son mujeres. Ellos desde muy pequeños son cazadores de venados; ellas, grandes cocineras que ayudan a su madre en el banquete de bienvenida que se da a los hombres al final de cada temporada de cacería.

Cada uno trajo una alegría diferente a mi corazón. Mi Tepegki supo educarlos e inculcarles el respeto a nuestra tierra y al dios Kitzahiata. Aman y cuidan nuestra sierra desde que aprendieron a caminar. Ellas disfrutan el azul del cielo y respetan la furia de las nubes, cuyo llanto abundante guardan en ollas y baños para tener con qué lavar la ropa de los cazadores; ellos saben escoger las mejores ramas para construir nuestro acakuenikane una vez cada seis meses, y cuando tienen edad, aprenden a disparar para cazar a los venados que nos servirán de alimento todo el año.

Soy parte del pueblo elegido para repoblar la tierra. Soy un guerrero cazador de venados. Los más ágiles, más fuertes y más bellos, son los que llevo para alimentar a mis hijos que me reciben entre cantos y el agua que simboliza la fuente de la vida.

Ya perdí la cuenta de cuántas ceremonias presencié y cuántos venados sacrifiqué para gloria de Kitzahiata que permite a cada ciervo volver a nacer y no puedan acabarse nunca.

En el anochecer de mi vida, mis hijos han sido abuelos y mis ojos se cerraron cuando el hijo de mi nieta Anakawa cantaba junto a mi lecho.

El paso de una vida a otra me dio el privilegio de ver a Kitzahiata más allá del fuego que calienta nuestro acakuenikane.

Sé que Tepegki me alcanzará en la casa de Kitzahiata cuando en mi sueño perpetuo acompañe a mis ancestros en una cacería de venados que no tenga fin. Ella se encargará de que el cuerpo que me vistió en la tierra no se acabe sin un propósito. Mis restos darán vida a un árbol fuerte y protector, que con la savia corriendo por sus ramas como brazos agradecidos que se eleven para honrar al creador y dador de vida, y cuando llegue su hora de formar parte de la tierra, renaceremos juntos, en el fuego eterno de Kitzahiata.

Martha Santos de León. PERIODISTA (Monterrey, 23 de febrero de 1966)

Psicóloga. Dedicada al periodismo desde hace 36 años. Premio Estatal de Periodismo 1999. Primer lugar en Concurso de Cuento Naturaleza convocado por la Secretaría del Medio Ambiente de Coahuila. Es editora en VANGUARDIA. Formó parte del diplomado: “El Cuento. Su teoría y ejercicio”, impartido por Alejandro Pérez Cervantes en la Universidad Iberoamericana campus Saltillo.