Usted está aquí
Educación Digital
En este momento crucial en que las circunstancias han empujado al ámbito educativo a enfrentar los recursos digitales que ofrece la tecnología, quedan cruelmente al desnudo las flaquezas o de plano las desgarradoras carencias del antes llamado tercer mundo.
Aunque el discurso político de tantos de nuestros presidentes haya querido maquillar hasta el esperpento el estado en que nos encontramos desde hace varias décadas, la verdad es evidente: México es un país subdesarrollado y cada vez más pauperizado. ¿Verdad de Perogrullo? Sí, pero una verdad que no debemos olvidar -ni dejarnos seducir por el canto melodioso de las pseudo retóricas sirenas de Ulises.
No estamos preparados para una “educación en línea”. Quizá lo estén el Tecnológico de Monterrey, la Universidad Iberoamericana o instituciones de esa “categoría”, pero no nuestro sistema educativo, el popular, el democrático, es decir, el de las mayorías.
No lo está la Educación Básica, que es vital para la instrucción de los chicos: el Jardín de Niños, la Escuela Primaria, la Secundaria. Tampoco lo están del todo la Preparatoria ni la Universidad, por mucho que queramos o finjamos que lo esté.
Hay estudiantes, y hasta profesores -entre los que me cuento- que carecemos de lo necesario para impartir o recibir “clases virtuales”: falta de Internet, de computadora, de un espacio si no ideal al menos apto para tal actividad…
Parece que hablar de estas cosas resulta trivial y hasta ridículo. ¿Trivial? ¿Ridículo? Perdón, pero no todos tenemos la capacidad económica como para adquirir una casa en un fraccionamiento exclusivo, con caseta de vigilancia y etcétera. La cosa es así de clara y de simple. Las complejas son las causas…
Aquellos que tienen cubiertas las necesidades básicas y que han alcanzado el estadio de una “clase media alta”, o algo que así pueda llamarse, qué bueno por ellos. Por desgracia, la tan cacareada “movilidad social” no es homogénea, al menos en México.
Por otro lado, las autoridades dan por hecho que todo el mundo sabe, como por arte de magia, del manejo de plataformas digitales. “Tenemos una solución ante el problema de la pandemia: las clases seguirán impartiéndose en línea. El semestre –en la Universidad- se terminará, “on line”, en tiempo y forma…”. Éste es el optimista discurso oficial.
Y así, abruptamente, todos, absolutamente todos nos convertimos casi en expertos de Digitalia. Sin agua va, sin una capacitación previa, sin nada de nada, de pronto ya eres un nativo de la tecnología digital. Sólo porque las autoridades así lo dicen. Punto.
Lo mismo sucede, por supuesto, en el nivel básico. Pero, por si la cúpula lo ignora, los profesores de este nivel, tienen que correr de un lado a otro y deben luchar contra una burocracia diabólicamente virreinal, pues ésa sigue siendo la naturaleza de la SEP y de tantas otras dependencias oficiales.
Un profesor de Educación Básica invierte más tiempo en llenar y volver a llenar una papelería inútil, papelería que pasa de mano en mano hasta llegar a un archivo cadavérico, en vez de dedicar muchísimo de este tiempo a la preparación de sus clases, a la planificación pragmática de sus programas y actividades y, evidentemente, a la impartición de sus clases en el aula o en cualquier espacio que tal o cual actividad requiera.
La SEP y la Universidad deberían preocuparse por capacitar a sus profesores en el uso de estas tecnologías antes de “dar por hecho que ya las conocen y dominan”. Por su parte, muy bien harían los profesores en no temer a estas tecnologías. Parecen cosa de un mundo inaccesible y sólo apto para “los expertos”, que tendemos a ver como misteriosos integrantes de una cofradía secreta. No es así.
Repito: no es así. Con un poco de curiosidad, un poco de voluntad y la certeza de que estos recursos digitales pueden complementar el trabajo docente y los propósitos de la pedagogía, la perspectiva cambia. El objetivo, después de todo, no es el de convertirnos en cyborgs -¿o sí?-, sino el de enriquecer nuestro trabajo.
Una vez entrados en el mundillo de esta tecnología vamos jalando del hilo hasta ir aprendiendo un poco más cada día. El proceso es antiquísimo y es inherente a nosotros: aprendemos por necesidad. O, en otras palabras, la necesidad nos obliga a aprender. También la curiosidad. ¿Por qué negarse esta posibilidad? ¿Por qué privarse de esta extraordinaria aventura sin que importe la edad que tengamos? Conozco personas mayores que yo que son adictos al juego electrónico, a las redes sociales y a ciertas plataformas digitales.
La SEP y la Universidad podrían argüir que ya han lanzado campañas de capacitación, campañas para esto y aquello. Pero si esas campañas se parecen a las truqueadas y subliminalmente manipuladoras propuestas de “Lectura” con que nos martiriza el Estado… Por favor, mejor quedarse callados.
Porque así como en torno de la computadora, de Internet y de todo Digitalia se ha construido una falsa mitología, de la promoción de “la lectura” podría decirse lo mismo. También de ella se ha hecho una mitología viciosa y circular: “oh, qué pena, la gente no lee, qué barbaridad, la culpa es de los juegos electrónicos y de Internet, ay, qué lamentable, oh…”.
Y qué paradoja: tales lamentos son derramados, muchas veces, por personas que no leen. Hay que decir, por supuesto, que el problema de la lectura es, como dicen los pedantes, “multifactorial”, o sea, se debe a múltiples causas, no sólo educativas sino también económicas, culturales, sociales, históricas y otra que calificaría de “indecible”.
Pero acaso haya algo de cierto en esa quejumbre, pero ¿cómo se pretende hacer leer a un país que está ocupadísimo buscando el sustento diario? ¿Hacer leer? Ajá. ¿Los altos jerarcas del poder y de la SEP saben verdaderamente en qué condiciones educativas se encuentran millones de mexicanos? Hablan de reformas y las emprenden… Ajá. Habrá que analizar a fondo tales “reformas”.
En mi caso, me veo en la contraindicada necesidad de leer textos en la pantalla de la computadora por un simple hecho: o no se encuentran en las bibliotecas públicas o su precio es tan exorbitante que da miedo. Así que: o compro el libro de papel o compro parte de la despensa. Ah, y los leo en la pantalla si es que están disponibles…
No podemos darnos el lujo de retirarnos a una villa, a las afueras de la ciudad, y entretenernos contándonos historias picantes, como en “El Decamerón”. Pero –si no nos toca el helado cuerpo del virus- una parte de nosotros podemos aprender mucho mientras esperamos a que amaine la tormenta.
Podemos, por ejemplo, desnudar de sus oropeles a las falsas mitologías, pues las otras -las verdaderas- son un tanto herméticas. Podemos pensar este país. Podemos pensar nuestra vida.