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El derecho a la defensa pública
Hace más de 25 años inicié mi carrera profesional como defensor de oficio. Me definió defender al que reclama justicia. Concluía mi tesis sobre garantías penales. Aprendí, a partir de las falacias y simulaciones de la justicia penal, que el gran culpable de las violaciones eran los criterios arbitrarios. En lugar de proteger derechos, la jurisprudencia federal tutelaba arbitrariedades: un sistema inquisitivo que promovía la impunidad.
Ser defensor público es difícil. No hay garantías laborales. Es una labor estoica, saturada y mal remunerada. Recuerdo mis primeras audiencias. Llegué a asistir a un inculpado. Le aconsejé: no declares, voy a revisar las pruebas en tu contra. Pedí unos careos. Los testigos no reconocían sus declaraciones. La clásica: el Ministerio Público les había obligado a firmar. El juez le dictó formal prisión: como un vaso de agua no se le niega a nadie. Le promoví un amparo. El juez federal dijo que no había prueba suficiente. Salió libre.
Después de asistir la defensa en juicio, la reforma de 1993 entró en vigor para la defensa en la averiguación. Les decía lo mismo: no declaren, reviso el expediente primero. Era una batalla acceder a las constancias. Les promovía amparos. El Ministerio Público enfurecía: me quería detener por obstrucción a la justicia. Los fiscales me pedían mejor que no fuera porque no los dejaba trabajar: detener ilegalmente, torturar y avalar confesiones ilícitas.
Un amigo me decía: no te pelees, son unos delincuentes. En la Fiscalía me decían: no va cambiar nada. Lo único que cambia son los focos que se funden cuando se pasan de voltaje.
Desde entonces aprendí a pelearme para defender derechos. Pensaba que lo que decía la Constitución era lo que todos teníamos que cumplir. La realidad era otra.
La labor como defensor tiene sus riesgos, problemas y dilemas. En ocasiones está en peligro la vida e integridad. No sólo defiendes personas inocentes que cuando recuperan la libertad dan una gran satisfacción; también se vive mucha frustración por la injusticia. No es fácil enfrentar al arbitrario.
Debes defender a culpables con el mismo profesionalismo. En una ocasión me tocó asistir a quien golpeó a la hija de su pareja. Siempre lloraba por su inocencia. Le presenté un amparo. Cuando salió me dijo: “gracias mi lic, ahora sí llegando a casa le voy a poner una chinga más fuerte a esa niña que no es mi hija”. Fue mi primer problema de conciencia: un delincuente salía por mi defensa para poner en riesgo a una menor. Le llamé a la madre para avisarle. Ella acudió a la Procuraduría que le dio protección.
DEFENSA A DEBATE
El derecho a la defensa pública está a debate. La reforma judicial federal pretende fortalecerla. Hay buenas ideas, pero insuficientes. Los mayores problemas, el mayor número de asuntos y las injusticias están en el ámbito local.
Hace 6 años construí la primera generación de asesores de víctimas en la comisión local e inicié, desde la academia, la clínica internacional para promover litigios estratégicos, informes y amicus curiae. No fue fácil. Los recursos son muy limitados, pero lo central se logró: tener defensores con una gran formación y vocación.
En el Programa Estatal de Derechos Humanos hay una gran apuesta: formar defensores. En el judicial tenemos que repensar el modelo. En realidad, ¿tenemos claro el rumbo de una defensoría pública autónoma, profesional y sin intromisiones indebidas a la función del defensor?
Como siempre, mis ideas van a incomodar a muchos. Estoy acostumbrado. Ni modo, la defensa no es alienable ni negociable. Es un deber, no sólo para garantizar justicia a los más débiles, sino para fortalecer a las propias instituciones contra la arbitrariedad. Un buen defensor mejora la acusación.
Con el paso del tiempo, y si hay suerte, un simple defensor llega a ser un simple juzgador que, como nadie, se peleará por proteger los derechos. El camino es largo. Pero la justicia por los derechos siempre es duradera.