Sergio Fernández, maestro y mago

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Sergio Fernández, maestro y mago

Entre las demenciales circunstancias por las que transitan nuestro país y el mundo entero, el pasado 6 de enero del naciente 2020 nos encontramos con una noticia triste: la muerte de uno de los escritores más originales y raros de México y de la América Hispana. Con dolor debo decir que me refiero a Sergio Fernández, el autor de novelas, ensayos y anecdotarios sorprendentes y luminosos.

Como no tengo a la mano ni uno solo de sus libros, me aventuraré a escribir este texto sin ningún auxilio directo. Y lo hago por la inmensa admiración y el enorme cariño que siempre tuve por este ser que no parecía de este mundo.

Como escritor, lo conocí leyendo una de sus novelas más hermosas: “Los peces”, publicada por la editorial Joaquín Mortiz hacia 1968. Desde la primera página me sedujo su sintaxis, una sintaxis que no se parecía a ninguna otra que conociera. Enseguida me cautivaron el ambiente en el que se desarrolla la historia –una historia “mínima”- y la manera en que el autor la contaba.

La historia transcurre en Italia, un país que Sergio Fernández amó muchísimo. Como un apasionado del arte, no podía ser de otro modo, aunque sabemos que el arte está por todas partes. Italia, sin embargo, muchas de sus ciudades y pueblos, son tan bellos que, si fuese posible, uno viviría ahí por largas temporadas.

Ése precisamente fue uno de los sueños de Sergio Fernández: vivir en un pueblo italiano un largo tiempo. Y en cierta medida, lo logró. Lo mismo que pudo pasar algunos periodos de su vida en Alemania, Portugal, España y otros países que le interesaban por su historia, su  arquitectura, sus otras artes y su cultura.

Desde “Los peces” busqué todo lo que de Sergio pude encontrar en librerías y bibliotecas y lo leí casi todo. Pero debo decir que el Fernández narrador más brillante surgió a partir de esta novela. Algunos libros de ensayos eran anteriores y tan buenos como sus novelas: “Grandes figuras españolas del Renacimiento y el Barroco”, “Retratos del fuego y la ceniza”… Pero con “Los peces” se inicia otro momento en la obra de este autor disímbolo.

Era catedrático en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y sus estudios sobre Cervantes y otras figuras de los Siglos de Oro, o sus ensayos sobre Sor Juana y autores como Henry James, Virginia Woolf y otros contemporáneos, siguen siendo impresionantes e imprescindibles.

Una novela que me dejó literalmente estupefacto fue “Segundo Sueño” –en alusión al poema de Sor Juana-. Escrita a partir de las experiencias vividas durante su año de estancia en Alemania, “Segundo Sueño” narra la historia de un bochornoso desengaño erótico. Pero no es sólo eso lo que importa en esta obra sino la maestría con que el autor hace uso del idioma y, hay que decirlo, su conocimiento hermético. También aquí la presencia del arte es crucial, tanto que el autor se inventa un pintor –Lucius Altner- cuya obra investiga el protagonista de la novela.

Los óleos del ficcional Altner juegan un papel importante en la trama y ofrecen al narrador la posibilidad de describir minuciosamente, a partir de la pura imaginación,  obras que, por otra parte, se parecen a las de Matthias Grünewald, pintor alemán del primer Renacimiento, a quien Sergio Fernández admiraba con cierta zozobra.

Recuerdo bien sus descripciones de la “Crucifixión” de Grünewald, de algunos pasajes de la novela “Paradiso”, del cubano José Lezama Lima, y de otros autores y obras que Sergio “escaneaba” en privado para exponer después ante sus oyentes, paladeando sus frases con cierta ambigua y sensual provocación. La obra del pintor alemán quedó más fija en mi memoria que antes; “Paradiso” se abrió –parcialmente- ante los entonces alumnos “como una piña brillante y jugosa”, no como un libro sino como un fruto que brinda palabras, imágenes, símbolos, ideas.

Fui uno de esos estudiantes que escuchó, deslumbrado, a un maestro en toda la extensión académica del término. Pero el sentido académico de Sergio Fernández nada tenía que ver con el que regularmente se le da, a pesar de que su disciplina como profesor y como escritor era tan estricta como la de cualquier apasionado de lo que ama.

Y Sergio amaba el arte más que a cualquier otra cosa. Al arte y a la vida. Por eso, casi toda su obra narrativa es la de un observador del convivir humano. En tal sentido, podría hablar de una actitud “proustiana”. También en otro sentido: Sergio fue uno de esos autores que están más cerca de la poesía que de la prosa narrativa convencional, de ahí su admiración por artistas como Virginia Woolf, Lezama Lima, Hermann Broch.

Creo que él mismo me habló entonces de la “novela lírica” mientras caminábamos por las calles adoquinadas del centro de una ciudad. Me sugirió leer “Tolstoi o Dostoyevski”, de George Steiner, y muchos libros más. Fue aquella tarde, me parece, cuando me habló de la “cachondería” que late en los poemas de San Juan de la Cruz y en los recónditos sentidos del inmenso poema –“Primero Sueño”- de Sor Juana, de quien era un estudioso ferviente.

En distintas ciudades, en diversas etapas de la vida, la obra de Sergio Fernández fue siguiéndome, libro tras libro: uno encontrado en Sanborns; otro en Gandhi; alguno más en librerías de viejo. Me veo leyéndolos: “Los desfiguros de mi corazón”, por ejemplo, y “Olvídame” son libros en los que Sergio convierte anécdotas personales en alhajas lírico-narrativas. “La copa derramada” y “El estiércol de Melibea” son obras ensayísticas en las que el Tarot y la Cábala tienen mucho qué develar desde o en torno de Sor Juana y de otros artistas y obras.

Entonces descubrí que no había hecho otra cosa antes: pero eso hablo de una “actitud proustiana”. Desde “Los signos perdidos” (1958) hasta, incluso, el ensayo sobre la estancia de Cervantes en las cárceles de Argel, la obra de Sergio Fernández se nutre profundamente de su propia vida. Lo vemos en “Los peces” y en “Segundo Sueño”; lo vemos en casi toda su obra, incluso ensayística. Lucius Altner es la Sonata de Venteuil.

Pero acoto: la mayoría de los artistas son más o menos autobiográficos. ¿“El arte imita a la realidad”? Aquí habría que consignar un “según…”. En el caso de Sergio, varios rasgos lo distinguen: la maestría en el manejo del idioma, su ironía, su sensualidad y una capacidad diría barroca –neobarroca- en el tratamiento de lo que Aristóteles llamó la “fábula”.

Como me confieso incapaz de comentar ahora ni la obra de Sergio Fernández ni a él mismo, transcribo el párrafo final de “Las Meninas”, texto perteneciente al libro “Los desfiguros de mi corazón” (1983), con el fin de que el hipotético lector se dé alguna idea del talento de este escritor brillante y provocativo:

“Estamos solos, frente al mar. Ve por el espejo retrovisor para saber si nos observan. Resurgen las manchas, el rugido, los dientes que derraman, en la carnosidad de los belfos, palabras que muy poco aprehendo. No importa. Le digo que me hable en deletreos y él, por respuesta, me acaricia la barba. ¿Qué hago para tener la piel tan blanca? Luego me toma una mano para invitarme a que la pasee por la cabeza, la nuca, el cuello, los deseos. En voz baja murmura que debemos ir más allá, a la arena. Nos mira el mar. Al bajar del auto hace una leve mueca, como si algo le doliera en la ingle, já cansei de dirigir. Como está bonita a lúa. Nos acercamos más al mar. De nuevo me acaricia la barba, descubriéndome, con los suyos, el color de mis ojos. Ai, me doi muito aquí, dice volviendo a presionarse, coqueteando. Toca aquí. . . não. . . toca mais embaixo. Vuelve a conducir la caricia sobre las manchas empapadas. Ruge reconociendo el rito. Sim, aquí, debaixo do cinturão. Assim”.