Entrevista del anónimo
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Entrevista del anónimo
Una chica me pregunta si puedo “concederle una entrevista”. Se trata de una joven estudiante de Humanidades cuya maestra pidió a su grupo un texto periodístico como trabajo último para la evaluación semestral. Acepto sólo por ayudar a la estudiante a hacer su tarea. Sólo por eso.
No creo tener nada de particular como para ser “entrevistado”, y además, cada día soy más víctima de la misantropía. Hay demasiada decepción, demasiado desengaño: me interesan mucho más el conocimiento, las artes, las profundidades de la ciencia que aquellos que los producen o los consumen. Y no hablemos de política o de ideologías.
Como la tarea era urgente, hicimos la entrevista vía telefónica. Me encantó la candidez de la chica, quien se tomó la molestia de hurgar un poco en los arrabales de mi vida profesional, si así puedo decirlo. De este modo, sus preguntas fueron directas y estratégicas, a pesar de su inexperiencia.
Durante más de media hora me interrogó acerca de la poesía, el teatro, las artes visuales, la música, el cine, la salud cultural de Saltillo… No preguntó sobre política y esas cosas transitorias, pero tampoco sobre el pensamiento contemporáneo, el transhumanismo, por ejemplo, y otras inquietantes ultra modernidades.
Respondí a sus cuestionamientos lo mejor que pude. Me sorprendió un poco la indolencia de mis respuestas: nada más aburrido que hablar de uno mismo, nada más triste y más patético. Uno es el menos indicado para hablar de sí. No me veo escribiendo un libro de memorias, una “autobiografía”: estoy seguro de que no interesaría ni a mi familia. Hay casos en que ni siquiera lo clandestino resulta interesante.
“¿En qué momento se dio cuenta de su inclinación por el arte?”. Ésa fue la primera pregunta. ¿Y cómo contestar a eso? Mentiría si diera alguna fecha. La verdad es que no sé en qué momento surgió esa “inclinación”. Sé que fue en la infancia, pero, por supuesto, ignoro en qué momento preciso.
Mientras hablaba, pensé en lo anodino de mi vida. Si fuese –o hubiera sido- explorador, físico, marino, arqueólogo, guardaespaldas o doble de James Bond, es posible que tuviese mil historias que contar. Pero habiendo sobrevivido como “profesor” sólo puedo hablar de libros, poemas, obras de arte… y como un mero aficionado.
¿A quién podría interesar esto? Hoy importan los avances tecnocientíficos, la saga del genoma humano, la nota sensacionalista, los programas televisivos de entretenimiento, la versión más actualizada de cierta marca de teléfono celular… Y supongo que las cosas no cambiarán.
¿Quién lee poesía? ¿Quién lee a Shakespeare, a Cervantes, a Goethe, a Beckett? Es necesario decir la verdad: muy pocos. Por eso resulta doblemente paradójico que autores como Murakami o Vargas Llosa sean considerados “best-sellers”. Un poeta, un dramaturgo no lo son: leer poesía o drama parece una actividad demasiado fatigosa para la mayoría.
Y si vamos más hacia el fondo del asunto, formularía una pregunta impopular: ¿por qué hemos hecho tanta alharaca con la lectura? De más está decir que la lectoescritura es de suma importancia para cualquiera, pero sospecho que bajo tanta campaña oficial de fomento de la lectura corre un río un tanto turbio.
Dije que la pregunta sería políticamente incorrecta. Acaso tan políticamente incorrecta como ha sido mi vida. Aquí me detengo un momento para ofrecer una disculpa a quien lea estas apuntaciones. ¿Por qué? Porque creo que de un tiempo a esta parte he abusado de la primera persona del singular, lo que me parece un “error fatal”. Debería disolverme en la tapia de la impersonalidad.
“Error fatal”: eso escribió mi maestra de Metodología de la Investigación –si no recuerdo mal- en la portada de uno de mis trabajos escolares de la preparatoria. ¿Delia? Sí, ése es su nombre. ¿O lo era? Mi interpretación de “El Extranjero”, de Albert Camus, le pareció absolutamente errática. Aún no sé si tenía razón, pero aquella nota escrita de su puño y letra –“error fatal”- me dejó hechizado. Ah, y creo que la hermosa Delia empleó admirativos.
En fin, mi joven entrevistadora siguió formulando preguntas como si de verdad estuviese conversando con una celebridad. Por respeto a su trabajo, continué parloteando en torno de esto y aquello, aunque sin prestar demasiada atención al “yo” que hablaba. La chica hacía un trabajo escolar: eso era todo.
Y de hecho, [yo] me escuchaba como si escuchara a otro. Confirmé que uno es una suerte de avatar, un ventrílocuo, un impostor. Uno jamás sabe a ciencia cierta qué o quién es. Porque la perenne transformación es la única constante del existir: lo único estable es el cambio, suele decirse. ¿Cómo negarlo?
En el Prólogo de “La Celestina”, Fernando de Rojas –o quien haya sido el autor de esta “Tragicomedia de Calixto y Melibea”- escribe: “Todas las cosas ser criadas a manera de contienda o batalla, dize aquel gran sabio Eráclito en este modo: «Omnia secundum litem fiunt» [Nada hay que no sea luchar]. Sentencia a mi ver digna de perpetua y recordable memoria…”
Así, en ese movimiento perpetuo, en esa vorágine de la materia y el espíritu, corremos hacia un final innumerable y homogéneo. Mientras tanto, vivimos la ilusión de vivir. Y a veces, contestamos preguntas de color sepia.