Tránsito de la Muerte

Usted está aquí

Tránsito de la Muerte

Y en medio de esos cambios interiores tu cráneo, lleno de una nueva vida, en vez de pensamientos dará flores…

Manuel Acuña

“Ante un Cadáver”

“Anda, pues ya está aquí el otoño”, dice uno de los personajes de Pedro Almodóvar en su película “Todo sobre mi madre”. Quien habla es una joven actriz que hace de Stella –la de Tennessee Williams- en el célebre drama “Un tranvía llamado Deseo”.

El otoño ya no es el mismo de antes; la muerte sí. En la película, un chico –Esteban- cuya pasión por la escritura es tan grande como la de cualquier ser demencial, muere estrepitosamente cuando corre en busca de un autógrafo de su amada Huma (la inefable Marisa Paredes), actriz que interpreta a Blanche Dubois.

Ya no es el mismo el otoño, pero sí la muerte. Cecilia Roth –madre de Esteban en la película- regala a su hijo un libro y unas entradas para ver juntos la función de “Un tranvía…”: el chico cumple 17 años. ¿El libro? “Música para camaleones”, de Truman Capote, otro raro.

La muerte sigue siendo la misma; el otoño no. Lo que muchos tienen como la obra maestra de Capote es “A sangre fría”, una novela de “no ficción”, como diría él mismo. Para bien o para mal, esa obra lo hizo rico y, al mismo tiempo, lo hizo pedazos, de algún modo.

Truman murió entre los excesos, casi en la soledad y con la doble angustia de saberse un expósito y un hombre emocionalmente destruido. Había cometido la indolencia de enamorarse de uno de los dos asesinos de la familia Clutter… Y como suele suceder, el precio que pagó por este imprevisto desliz fue muy alto.

Por lo demás, morir “de amor” es una de las tantas formas de marcharse de la vida. Muchos poetas, muchos artistas y hasta científicos se han ido así. Muchísimas personas han muerto “de amor”. Porque el amor es aún más inexplicable y absurdo que la misma muerte.

Pienso en la muerte de Xavier Villaurrutia, nunca esclarecida del todo. Pienso en la reciente muerte de Harold Bloom, el controvertido autor de “El canon occidental” y de otros sabrosos libros. Pienso en otras muertes: la del cantante José José, la de Francisco Toledo, la de Miguel León-Portilla, la de Gilberto Aceves Navarro. E intuyo la de tantos miles de seres que han dejado la vida en estos días.

Y recuerdo uno de los cuadros más hermosos que se han pintado jamás: “El tránsito de la Virgen”, de Andrea Mantegna. Su título no es “La muerte…” sino “El tránsito” y en esto consiste uno de sus misterios. Creo que uno teme no tanto a la muerte sino al pasaje que nos conduce a ella, pues cuando uno muere, es de suponer que ése que yace ahí ha dejado de ser el “yo” que pensó llamarse Javier Treviño Castro –o cualesquier otro- y que fue de tal o cual manera y que tenía ciertos rasgos físicos y caracterológicos. Entonces, ya no se puede temer a la muerte.

Pero el tránsito, el tránsito. Esto es otra cosa. En el cuadro de Mantegna todo parece bien dispuesto y reposado. La composición es impecable, digna del Quattrocento italiano: la perspectiva matemática, la exacta simetría, inteligente y sabiamente alterada por uno o dos personajes que se inclinan ante el cuerpo de la Virgen, el paisaje del fondo que parece entrar en la estancia.

La muerte definitiva, el cruce hacia el otro lado de la vida, lo vemos en otro cuadro del mismo pintor: “Lamentación sobre Cristo muerto”. En esta obra casi monocromática sí advertimos que el tiempo se ha detenido para este cuerpo ya exangüe. La osada perspectiva, tan novedosa en su momento, logra estremecer al más frívolo o al espectador más “cerebral”.

Como mexicano, pienso aquí, otra vez, en Villaurrutia y en algunos de sus poemas nocturnos, en su “Décima Muerte”, por ejemplo, donde se cruzan el dolor del amor oblicuo y la extraña angustia de morir: “Si te llevo en mí prendida / y te acaricio y escondo; / si te alimento en el fondo / de mi más secreta herida; / si mi muerte te da vida / y goce mi frenesí, / ¿qué será, Muerte, de ti / cuando al salir yo del mundo, / deshecho el nudo profundo, / tengas que salir de mí?”.

Y pienso, por supuesto, en los que todos conocemos o debiéramos conocer: Nezahualcóyotl, José Gorostiza, Bernardo Ortiz de Montellano, Juan Rulfo, Jaime Sabines, Octavio Paz y tantos/as otros/as. Pero también en un sinnúmero de artistas que desde la más remota Antigüedad, o desde la prehistoria, han dejado testimonio de la incertidumbre que la muerte alumbra en los seres humanos.

El pensamiento quiere detenerse ante el sepulcro o la urna que contiene las cenizas de un cuerpo incinerado dentro de un horno que tarda horas en acabar su tarea: no queremos imaginar lo que sucede con la materia de la que estamos hechos cuando el hálito de la vida nos abandona. Nos parece morboso. Los psicólogos, especialistas en definirlo todo salvo a sí mismos, llaman “necrofilia” a esto que llaman desarreglo mental.

Según la opinión de estos “científicos” de la psique, es posible que Manuel Acuña haya sido un desequilibrado, más que un enamorado febril. “Ante un cadáver”, su macabro y esotérico poema, nos instala justo frente a un cuerpo sin vida mientras la voz lírica de una suerte de joven Doctor Tulp nos explica la muerte de modo objetivo y al mismo tiempo hermético:

“…Círculo es la existencia, y mal hacemos / cuando al querer medirla le asignamos / la cuna y el sepulcro por extremos. // La madre es solo el molde en que tomamos / nuestra forma, la forma pasajera / con que la ingrata vida atravesamos. // Pero ni es esa forma la primera / que nuestro ser reviste, ni tampoco / será su última forma cuando muera…”.

¿Ideas hinduistas en Acuña? Claro, como en tantos otros poetas y artistas. Lo interesante es advertir –extrañándose- lo obvio: el natural fenómeno de la muerte, como la turbulencia del amor, nos obliga a pensar, nos convierte en filósofos. La certeza de que moriremos y el enamoramiento son un caer en el interminable vacío de la reflexión, una reflexión incesante y oscura: hacemos filosofía tétrica.

El otoño cambia de antifaz / en estos antros. / La Muerte trae el mismo.