Hoja de Diario
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Hoja de Diario
Hay un momento en el que uno alcanza cierta digamos intoxicación artística, como cualquier adicto a los estimulantes que nos hacer concebir paraísos artificiales.
Entonces no basta con beber muchos vasos de agua o separarse un poco de los libros, las exposiciones de arte, los conciertos, la “televisión cultural” y todo eso.
Es necesario regresar a la vida común, a la vida ordinaria, a aquella que vive la inmensa mayoría de los seres humanos: el quehacer simple y cotidiano, la supervivencia, el pago de los servicios, la recolección de la hojarasca acumulada desde el otoño anterior –ya que no a la verdaderamente primitiva.
La lectura obsesa, el afán de “estar al día” y la voracidad cultural, por decirlo así, resultan pasiones tan enajenantes como la mercadotecnia del futbol o los programas televisivos de espectáculos. De tanto leer a Dostoyevski y de estudiar la poesía estadounidense contemporánea se nos seca el “celebro” y tendemos a creer que sólo de eso –y nada más que de eso- está hecha la vida.
No hay más remedio que pensar en aquello que seres realmente sabios como el autor del Eclesiastés y otros más han dicho en torno del conocimiento adiposo: el saber demasiado nos torna cada vez más tristes.
La poesía y las artes han sido, en el caso de este escribiente, una verdadera obsesión. Pero ninguna disciplina ha escapado a su curiosidad, desde las matemáticas y su extraño misterio hasta la enigmática astronomía. La física, la química y sus metamorfosis o su capacidad de transformar: todo esto y el conocimiento todo es apasionante.
Pero una larga vida, una vista sana y una buena memoria no serían ni lejanamente suficientes para abarcar tantas noticias. No lo serían ni siquiera hoy, cuando la revolución digital nos ha acercado como nunca antes al árbol del conocimiento y sus innumerables ramificaciones.
Si supiéramos cuáles son los libros capitales, las verdades últimas cuyo rastro debemos buscar; si dispusiésemos de un verdadero “arte de vivir” –antes que “de amar”-, acaso otra sería la historia de cada uno de nosotros y de la humanidad.
En la infancia, cuando los juegos electrónicos no habían hecho su aparición en la escena del entretenimiento, mis interlocutores eran los personajes de un puñado de autores que sigo amando. Una lámpara mágica, una sirenita que se sacrificaba por amor, un aventurero dueño de un mapa que lo conduciría al gran tesoro, una niña cayendo interminablemente en la madriguera de un conejo blanco, la entrañable amistad de dos chiquillos sureños…
Y de pronto, la irrupción de la poesía, su capacidad proteica, su fulgor, que iluminó rincones hasta entonces inexplorados de la conciencia.
Enseguida, casi al mismo tiempo, todo lo demás. Pero bastante tarde me di cuenta de que esa pasión por las artes resulta/ba muy poco rentable: jamás podría pagar esto o aquello con unos versos, con una obra de teatro, con un cuadro.
Desde entonces he vivido una doble –o triple- vida: la del que escribe a solas en su reducto y la del que debe ejercer un trabajo más o menos “respetable” para sobrevivir en un mundo nada respetable, pues no cabe duda de que entre sus principales características está la hipocresía y la rapiña.
Así, leyendo libros, contemplando el mundo y trajinando de un lado a otro, he caído en la cuenta de que, si no se las sabe equilibrar, la saturación estética y la adiposidad intelectual resultan más dañinas que la ingesta excesiva de carne roja y carbohidratos.
Y si por naturaleza uno es proclive a la melancolía la cosa se pone aún más grave: pocos soportan el peso del mundo y el fardo de la tristeza que provoca el conocimiento y terminan colgándose de un balcón en alguna callejuela parisina. Confieso que no hay una brizna de soberbia en estas palabras.
Si estuviese de vena intelectual y erudita, citaría las palabras que Fausto, el de Goethe, pronuncia en su monólogo. Por fortuna para el hipotético lector, no dispongo de Internet en este momento –y la pobreza no me ha permitido hacerme de un espacio adecuado para convertirlo en “mi biblioteca”.
Mi biblioteca… Es extraño que me haya pasado la vida entre libros y no me haya ocupado de brindarles un hábitat. He sido un paria casi desde siempre. Y como no me atrae lo superfluo y jamás he querido habituarme a la ilusoria comodidad, olvidé hacerme de una verdadera casa, una casa para los libros.
Poco importa ahora, pues aunque la verdad puede pasar por algunos libros, siempre estará más allá o más acá de ellos. Por eso muchos serán donados a ciertas instituciones, aunque no a bibliotecas, donde suelen deshacerse de ellos. Los asilos o los centros penitenciaros, por ejemplo, me parecen una mejor opción.
Ignoro si estos internos lleguen a conclusiones similares a las que creo haber llegado. Pero uno no puede alcanzar ninguna certeza –así sea sospechosa- si no ha atravesado antes un inmenso bosque de símbolos o si antes no ha emprendido el viaje, aunque al final se encuentre con la tristeza y el desengaño.
Por lo demás, hago constar que aquí no habla sino el ignorante aprendiz que siempre fui.