La perplejidad
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La perplejidad
Portentos, muchos hay; pero nada es
más portentoso que el hombre.
Sófocles
Lo que deja perplejo a cualquiera que se detenga a pensar un poco en ello es la persistencia y la intensidad de nuestras pasiones y anomalías: el amor, la guerra, la ambición, el poder, la miseria, la inequidad, el miedo, la angustia.
Parece imposible que todo esto, y más, se encuentre ya en las remotas manifestaciones de lo que hoy llamamos “el arte”. Quedamos atónitos ante las bestias pintadas en las cuevas de Altamira por manos absolutamente anónimas o frente a los menhires concéntricos de Stonehenge; nos sorprende la extraordinaria obra de los poetas trágicos y los líricos griegos y aun poemas más antiguos como el “Gilgamesh”.
Formas de gobierno y concepciones del mundo y del universo se han sucedido a lo largo de milenios, pero ciertos vestigios de las diversas metamorfosis del tiempo en el pasado remoto continúan desafiando nuestra imaginación y desengañando nuestra soberbia.
En mi asombro me he hecho varias preguntas descabelladas: todo lo sucedido antes ¿no es la invención de una suerte de “mente maestra”?, ¿estamos soñando?, ¿todo es literalmente un sueño?, ¿se trata de una ilusión ontológica?
¿Preguntas perogrullescas? Claro, pero eso no aniquila la zozobra. “Nadie experimenta en cabeza ajena”, dice el proverbio popular. Esto es: puedo suponer el pavor que los primeros hombres pensantes sintieron ante algunas circunstancias, pero cuando el que escribe siente un pavor digamos similar frente al hecho incontestable de “estar-en-el-mundo”, por ejemplo, la perogrullada ya no lo es tanto.
Antes de los idiomas que conocemos desde hace varios siglos, se habló y se escribió en lenguas que murieron hace mucho tiempo. Y antes del lento hallazgo del alfabeto, la humanidad inventó otros símbolos, los símbolos sagrados, de los cuales acaso deriven los códigos alfabéticos. Imposible negar que ese carácter simbólico sigue presente, de manera subrepticia, lo mismo en el sistema lingüístico que en el icónico.
Sea como haya sido, el texto –o el símbolo- fue consignado en una superficie de piedra, de papiro, de arcilla, de papel, de metal. Me pregunto dónde se encuentran, si es que aún existen, los textos originales de la Biblia (¿Qumram?), la Ilíada, la poesía de Anacreonte, las tragedias de Esquilo… Y los de culturas más antiguas.
Me detengo ante el asombro que suscitan unas palabras de Sófocles: “De todos los misterios del mundo, el más grande es el hombre…”. Así inicia el Coro de Ancianos una de sus intervenciones en “Antígona”, la tragedia “política” por excelencia.
Ya entonces, en el siglo V antes de Cristo, un hombre como Sófocles escribía unas palabras tan extrañas y profundas, también tan sorprendentes. Hay que decir que la cultura griega, lo mismo que la latina, nos resulta muy cercana en el tiempo y en nuestra concepción del mundo: por eso solemos hablar de una “cultura grecolatina”, encapsulando en un solo vocablo, equívocamente, dos complejos periodos históricos.
Pero antes de Grecia hay demasiado en la historia de la humanidad como para ignorarlo o soslayarlo. El hecho de que un poeta del drama como Sófocles escriba estas palabras, no nos habla sino de la huella de un egregio y oscuro pretérito, asimilado sabiamente por Atenas.
Sófocles, como muchos otros estudiosos griegos, recoge ese caudaloso conocimiento y lo suma a su propia observación de la vida humana. Aquí radica su genio espléndido: pocos como él alcanzaron en la Antigüedad tal penetración, tal elocuencia y tal capacidad técnica.
Por el momento, no importa mucho destacar su excelencia como poeta dramático. Además de esto, lo que verdaderamente me deja sin habla es la presencia en su obra de ideas que aún nos atormentan y desvelan. ¿El hombre es el mayor portento del mundo, es decir, del planeta que llamamos la Tierra?
En esta tragedia Sófocles enfrenta una “justicia divina” a una “justicia humana”: Antígona, hija de Edipo, da sepultura a su hermano Polinices, obedeciendo una ley sagrada; Creonte, rey de Tebas, la condena, pues había dictaminado que tal cuerpo fuese dejado a las afueras de la ciudad, a merced de las aves de rapiña…
La desobediencia causa la condena de Antígona, que es enterrada viva. Ley divina versus ley humana: ¿la Iglesia frente al Estado o viceversa?
La justicia: ¿cómo ejercerla?, ¿qué la “condiciona”? En la Biblia y en el Código de Hammurabi ya encontramos formas de aplicar la justicia, pero ¿desde qué pasado se pensó en ella? ¿Y por qué “la justicia” cuando todo pudo ser diferente?
El mal empezó, escribió un autor cuyo nombre no recuerdo, cuando alguien dijo: “Esto es mío…”.
Por cierto, he aquí otro misterio: el Mal.