La promesa de la igualdad
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La promesa de la igualdad
La democracia nos ha hecho, a los habitantes del mundo moderno, una cara promesa: la de la igualdad. Es decir, nos ha ofrecido construir comunidades en las cuales sean el mérito, el esfuerzo y las capacidades individuales los factores fundamentales para determinar, en condiciones normales, el destino personal.
En otras palabras, la democracia nos ha ofrecido eliminar al género, el color de la piel, las preferencias sexuales, la religión, el origen étnico, las inclinaciones políticas o las posiciones filosóficas, del listado de condiciones para conquistar nuestros sueños.
En teoría la democracia ha cumplido esta promesa, pues la igualdad como atributo de las personas ha sido plasmada en las normas fundamentales de toda nación democrática del mundo, desde la creación, en los Estados Unidos, de la primera constitución, en 1787.
Apenas trasponer el umbral de la teoría, por desgracia, la historia nos ha escupido en forma recurrente, a lo largo de los casi dos siglos y medio transcurridos desde entonces, una cruda verdad: reconocer y constitucionalizar derechos no basta para convertir en iguales a todos los seres humanos, en el único terreno donde eso importa: el de la realidad concreta.
Porque una cosa es leer el texto de una Constitución, o el de las leyes derivadas de aquella, y otra muy distinta ver convertidos en hechos tangibles los postulados ahí contenidos. Y eso ocurre porque los seres humanos somos especialistas en divorciar las intenciones de las acciones.
El inmortal Abraham Lincoln retrató esta dicotomía de manera inmejorable al advertirnos cómo “todos los hombres nacen iguales, pero es la última vez que lo son”. Pesimismo similar expresó el galo Honoré de Balzac al senteciar: “la igualdad tal vez sea un derecho, pero no hay poder humano que alcance jamás a convertirla en hecho”.
Y si un grupo social ha padecido los efectos de esta realidad ése es el de las mujeres, quienes históricamente han sufrido la marginación, discriminación y violencia implicada en concebirlas como seres inferiores, actitud con la cual se les niega el derecho a la igualdad ofrecido por las leyes.
Ejemplos de esto hay miles y podemos encontrarlos en todas las áreas de la vida social: desde el núcleo familiar hasta el servicio público. Y eso ocurre porque las ideas discriminatorias se encuentran profundamente arraigadas en la conciencia colectiva, lo cual nos ha llevado a normalizar el trato desigual injusto (porque hay tratos desiguales cuyo propósito es alcanzar la justicia compensando a quienes requieren una protección reforzada de sus derechos).
Hacerse cargo de esta realidad es entonces el primer e indispensable paso para modificarla. Imposible revertir la condición de marginación de las mujeres si primero no reconocemos, en voz alta y con todas sus letras, la existencia de múltiples patrones socioculturales en cuyo núcleo se encuentra una sola idea: las mujeres han sido “diseñadas naturalmente” para jugar determinados roles en la sociedad y está bien preservar tal situación.
Tal idea es falsa, desde luego. No existe ningún “diseño natural” –o producto de una “voluntad divina”– merced al cual los hombres fuimos condenados a gobernar y las mujeres a obedecer.
Tal concepción es una construcción cultural
absolutamente artificial y, por tanto, susceptible de ser cuestionada.
El histórico cuestionamiento de esta idea ha dado origen a la muy larga lucha feminista en la cual se han embarcado múltiples generaciones de mujeres absolutamente indispuestas a someterse a un modelo de conducta cuya principal característica es la negación de sus derechos.
Uno de los frutos de esta lucha es la institucionalización, por parte de la Organización de las Naciones Unidas, del 8 de marzo como el Día Internacional de la Mujer, una fecha en la cual se nos convoca a reflexionar sobre los muchos rostros de la desigualdad y sobre cómo ésta se ha convertido en signo distintivo de nuestras sociedades.
No fue el de ayer un día para “festejar” a las mujeres o “lo femenino”, sino para voltear alrededor e identificar, reconocer y señalar las muchas conductas ubicadas de espaldas a la promesa constitucional de igualdad merced a las cuales aún hoy, las mujeres permanecen en un plano de inferioridad respecto de los hombres.
El Día Internacional de la Mujer es un día para enfrentar la cara desagradable de la realidad y preguntarnos cómo contribuimos cada uno de nosotros, con nuestras acciones u omisiones, a preservar, alimentar y sostener los estereotipos de género a partir de los cuales se construye la desigualdad material entre seres humanos.
La efeméride se conmemoró ayer, pero si solamente nos sirvió de oportunidad para “felicitar” a las mujeres, regalarles flores, difundir melosos estados de facebook, publicar desplegados en los periódicos o repartir abrazos, no hicimos nada avanzar en la dirección correcta, es decir, para contribuir a la construcción de un mundo de iguales en el cual las mujeres puedan, a partir de sus talentos y capacidades, desarrollarse y construir su propio destino.
Cabría, en tal caso, enmendar el yerro hoy… y mañana… y pasado mañana.
¡Feliz fin de semana!
@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx