¿Cuánto vale mi trabajo?

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¿Cuánto vale mi trabajo?

Es la pregunta de todo trabajador.

Se suele pagar por semana, por quincena o por mes.

Se pagan jornadas de ocho horas. Por acá muy poco pero en otros países el pago es por hora de trabajo. En esos ambientes extranjeros se ha buscado acortar la jornada a seis horas y trabajar sólo hasta el jueves para fomentar el ocio familiar, comunitario y cultural.

El ideal es el salario digno, familiar. Y más aun, superar el régimen salarial y darle al contrato de trabajo algunos elementos del contrato de sociedad. Y reglamentar bien la participación en las ganancias, promover el accionariado obrero y pasar de la labor a la colaboración, a la cogestión y a la copropiedad.

No pagar el trabajo como una mercancía sino valorar la proporcionalidad en la participación de ganancias debido a la destreza laboral, la activa presencia en la gestión y como fruto de las acciones que el trabajador tiene en propiedad. El obrero sabe entonces que trabaja en la empresa que es de todos, conducida por todos. Se da a cada quien lo que le corresponda en el ensamblaje orgánico del gran equipo empresarial incluyente y justo.

En el régimen salarial todo pago por trabajo resulta insuficiente si no se indexa, si no se ata el salario a la inflación. Podría imaginarse un salario flotante con tope mínimo y tope máximo. Si el precio de las mercancías sube, se eleva también el valor adquisitivo de la percepción. Esa flotación podría evitar el naufragio de las economías domésticas por una canasta básica que resulta inalcanzable en época de carestía.

El precio que sube es el inflacionario, no el salario que se eleva para seguir siendo suficiente. Hay salarios mínimos tan mínimos que nadie los paga. Los aumentos siempre se ven como vasos de agua que se dan al que se está ahogando o como migajas al que desfallece de hambre.

Se reincide en hacer cambios efímeros que, al poco tiempo, vuelven a repetir la carencia que se aparentó satisfacer. Es como si un puente averiado se reparara sólo para preparar el siguiente desastre. Si se usa sólo un criterio paliativo y no curativo, si se prefiere el parche y el ungüento a la cirugía, se calmarán algunos síntomas pero no habrá auténtica salud.

Las desigualdades se perpetúan porque hay estructuras viciadas que se consideran como normales en una visión invertida. Lo esencial en esa perspectiva viciosa no es la persona humana y la dignidad de su trabajo sino sólo el afán de lucro, la codicia acumuladora. Se busca el crecimiento sin cuidar la distribución. No es un crecimiento orgánico sino parecido al cáncer o a la elefantiasis. Da por resultado la opulencia y la miseria en distancias cada vez mayores.

El empleado de confianza sufre también, en su nivel, una sobrecarga de tareas y horarios inhumanos que desequilibran su vida. Horas extras no remuneradas acumulan una deuda que nunca se paga. Ahí no se trata de mínimos pero sí de no vulnerar la dignidad humana por una “confianza” que se vuelve injusticia. ¿Cuánto vale mi trabajo? La respuesta ha de ser sistemática y estructural en una relación que no atente contra los derechos humanos...