AMLO: las trampas del amor (3)
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AMLO: las trampas del amor (3)
En las dos entregas previas he señalado cómo el denominado “plan 50” –el catálogo de medidas anunciadas por López Obrador para cumplir su promesa de “erradicar la corrupción”– constituye apenas una colección de ocurrencias y resulta difícil encontrar ahí algo merecedor de reconocimiento por su inteligencia o novedad.
En particular he hecho énfasis en un aspecto de dicho “plan” –uso comillas porque un plan en serio no puede constar sólo de una colección de bullets en los cuales no se expone una sola idea concreta–: la intención de usar el derecho penal como instrumento fundamental del combate a la corrupción y los riesgos democráticos inherentes en ello.
En esta entrega me referiré a un aspecto adicional del “plan”: la “fórmula” anunciada para disminuir la porción del gasto corriente integrada por el salario y prestaciones de la alta burocracia. Finalmente haré énfasis en el defecto fundamental de la “fórmula AMLO”: la ausencia de indicadores.
Comencemos por señalar lo evidente: la alta burocracia mexicana está poblada en buena medida por individuos proclives a los excesos y para quienes el ocupar una posición en ese estrato del servicio público implica, necesariamente, pasar a formar parte de una cierta aristocracia a la cual los contribuyentes deben financiarle sus lujos.
Y no es sólo el salario, sino también las “prestaciones inherentes al cargo”: seguro de gastos médicos mayores –porque primero muertos antes de ir al ISSSTE o al IMSS a recibir atención médica–, vehículos, “gastos de representación”, teléfonos celulares, viajes en primera clase –avión privado, de preferencia–, viáticos discrecionales, una miríada de asistentes, asesores y “colaboradores” cuyo único mérito es decir siempre sí…
Es verdad: la alta burocracia mexicana –con honrosas, pero muy, muy escasas excepciones– se aleja con gran facilidad de la honrosa medianía planteada por Juárez como el destino de quienes deben “consagrarse asiduamente al trabajo” y renunciar a la posibilidad de “improvisar fortunas” a partir de su incorporación al servicio público.
Pero la respuesta frente a dicho fenómeno –también cultural, como lo es el de la corrupción– no está en tomar el hacha, establecer arbitrariamente un punto en donde asestar el golpe y mutilar el salario y prestaciones de quienes, se considera, “ganan demasiado” y, desde la perspectiva del futuro gobierno, son quienes tienen percepciones superiores al millón de pesos anuales.
Este tipo de respuesta, es preciso decirlo, suena lógica sólo a quienes no tienen la menor idea sobre administración y consideran a la intuición herramienta suficiente para tomar decisiones, convicción en la cual se afincan con mayor fuerza en la medida en la cual se perciben a sí mismos como personas honestas y bienintencionadas.
Un ruta más adecuada para combatir el problema de los excesos es plantearse una meta en materia de igualdad salarial. Dicho en otras palabras, no se trata sólo de eliminar los excesos de la alta burocracia, sino de volver más equitativas las asignaciones salariales… y las prestaciones, desde luego.
¿Cómo se logra esto? La fórmula es más o menos simple: establecer una “distancia máxima” entre el salario de quien gana más y de quien gana menos en la estructura pública.
Hoy, de acuerdo con el Manual de Percepciones de los Servidores Públicos de las Dependencias y Entidades de la Administración Pública Federal, publicado en el Diario Oficial de la Federación el 14 de febrero de este año, los salarios brutos de quien gana más y quien gana menos –exceptuando al Presidente de la República– son de 211 mil 439 pesos con 80 centavos y 9 mil 308 pesos con 13 centavos, respectivamente.
Con tales cifras, el salario de quien gana menos cabe 22.7 veces en el salario de quien gana más. Claramente esta proporción parece excesiva y por ello habría de modificarse. La pregunta entonces es: ¿cuál proporción nos parece justa? ¿15 veces?, ¿10 veces?, ¿cinco veces?
Definida la proporción deseable se ha establecido una meta y, entonces sí, puede diseñarse un plan para acercarse progresivamente a la misma, lo cual es posible, por cierto, gastando en nómina incluso menos dinero del actual… aunque gastar lo mismo no debería considerarse indeseable.
Y aquí me refiero al problema fundamental de la “fórmula AMLO” para el combate a la corrupción: léala, revísela, analícela con cuidado y diga usted cuántos indicadores contiene, es decir, cuántos parámetros en cuya evolución –positiva o negativa– podríamos concentrarnos para saber si está funcionando el “plan” concebido.
Ni uno sólo, y por eso no es un plan, ni es una estrategia, ni es una política, ni es nada, sino una colección de ocurrencias cuya instrumentación sólo ofrece una garantía: la de preservar el modelo actual del servicio público, es decir, aquel en el cual “el jefe” piensa algo, dice algo, ordena algo y todo mundo se dispone, sin pensar ni chistar, a obedecer sus designios… aunque sólo se trate de ocurrencias y boberías.
¡Feliz fin de semana!
@sibaja3