Dios todo lo puede… bueno, casi todo
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Dios todo lo puede… bueno, casi todo
Por: Jesús Carrillo Ibarra
Sin lugar a dudas, el hechizo de la Cihuanahualli pesaba. No sólo porque la ola de suicidios era incontenible y era un verdadero caos. No se hablaba de otra cosa en iglesias, restaurantes, bares, cantinas, cafés, casas y burdeles de mala y buena nota, fondas y puestos del mercado, así como en vecindades.
El comentario de día, tarde y noche era “se suicidó Mengano”. “a Zutana, la de Las Teresitas, se le suicido su hijito de apenas 24 años”. Pero había suicidios en la colonia Zaragoza, la Saltillo 2000, la Mirasierra, y la noticia que sacudió a todos los saltillenses: “Se suicida notario que dio fe a reunión histórica”.
La noticia de esa mañana de enero sacudió al más sosegado. Corrió el rumor de que el hechizo de la Cihuanahualliera era resistente a todo. Ni brujas de aquí ni de allá o brujos especializados en los más crueles y difíciles entuertos pudieron con ese hechizo. El rumor llegó a oídos de un “vecino influyente” de la calle de Hidalgo y, con eso, el eco del resonó en el Vaticano:
–¿Qué se ofrece, hijo?– contestó una voz suave y pausada.
Del otro lado de la línea telefónica:
–Santo Padre, requerimos ayuda, la epidemia de suicidios en Saltillo sigue incontenible. Necesitamos la intervención celestial.
–Ten paciencia, hijo –dijo aquella voz–. Hablaré con el Señor y tan pronto tenga una respuesta te comunico la resolución. Dios te bendiga, hijo, a ti y a tus ovejas.
Después, silencio absoluto.
Al día siguiente llegaron a casa, sin intermediarios, avisos ni ruido alguno, sobres lacrados con el nombre del destinatario, así como se escribe, de casa en casa; claro, de líderes de opinión, no cualquier mustio.
A la letra, el contenido instruía: “Se le cita a usted, Honorable Dama o Respetable Caballero, a la Reunión que tendrá lugar en la calle de Aldama #16666 (número del diablo) en el lugar que ocupa el Teatro García Carrillo (llamado así en honor del gobernador de Coahuila en 1874, A. de Jesús G. Carrillo), el Domingo de Resurrección, diez minutos antes de la medianoche. Sea puntual, no lleve golosinas y vista casual. Esta misiva es una invitación personal, no transferible. Sea discreto. Atentamente, El Comité Celestial”.
Todo mundo estaba atónito, pensaban que era un sueño; por fin Dios había escuchado sus oraciones. ¿Se haría algo para evitar la creciente e interminable ola de suicidios?
La bienaventurada intervención divina se haría presente ante la inoperancia burocrática que, a la fecha, se la pasaban de junta en junta. Habían ideado, como siempre, con afán protagónico, mesas de consulta de todo tipo: redondas, cuadradas, rectangulares, reuniones que finalmente terminaban en espléndidas comilonas con cargo al erario. Los resultados como siempre eran contundentes: no hay acuerdos.
Aquello era caótico. Se suicidaban ricos, pobres, gorditos, flacos, altos, chaparros, niños, niñas, señoras, de todo. Había ahorcamientos con todo tipo de implementos. Otros se tiraban de puentes y edificios. Los más osados se cortaban las venas y se tiraban al arroyo o se lanzaban al tren.
La Sociedad Oftalmológica emitió un comunicado urgente: “Que se realice una evaluación oftalmológica a los políticos de los tres niveles, ante la posibilidad de una ‘ceguera colectiva’ de muy probable origen ególatra, y de transmisión viral imitativa. Lo anterior basado en criterios clínicos claros y objetivos, de inobservancia e indiferencia social ante el hambre de la sociedad marginada, la pobreza, desintegración familiar, violencia familiar y de género, homofobia, alcoholismo, drogadicción, depresión, ideación suicida y el insomnio colectivo”.
La Academia de Medicina sugirió la posibilidad de un contagio entre la denostada clase política, de una probable infección transmisible y la adquisición del síndrome epidémico actual, conocido como el SIICO (Síndrome de Incorregible e Incontenible Corrupción), que por más vacunas, medidas de prevención y muy a pesar de que se tenía bajo caución a dos que tres portadores sanos de dicho virus, esto resultaba ya de proporciones epidémicas. Incluso se realizaron debates bajo el título: “Yo no tengo el SIICO, ni amigos con SIICO, ni familiares con SIICO”.
Así, de ese tamaño, albergaba este síndrome la otrora sangre azul de nuestros políticos, hoy vergonzosamente sometida al escrutinio público por su diseminación incontrolable que, igual que el suicidio, era incontenible.
El día llegó, el Teatro G. Carrillo estaba abarrotado, sus 700 lugares ocupados. Había de todo, desde mofetas y taumaturgos, actuando como representantes de la derecha, de la izquierda, los moderados, intolerantes, oportunistas, todos con cara de asombro y zozobra, frente al famoso telón de asbesto que se quemara el día de la inauguración del teatro con la obra “Dios es un Loco”. En el estrado pusieron una gran mesa de roble con un candelabro de siete puntas con sus velas encendidas, había cuatro sillas en el lado sur de la mesa, y frente al asiento del centro lucía soberbio el libro de las “Memorias”.
Afuera, el ambiente era de tensión, ni los perros ladraban, sólo se escuchaban agudos graznidos de cuervos, en un cielo con nubarrones y relámpagos jamás vistos. La gente se encerró en sus casas, entregada por vez primera a la oración verdadera, como si intuyera que se encontraban al filo de la desgracia suicida.
–“Factusest repente de caeloson usad venientis spiritus vehementis” (“De repente vino del cielo un ruido como de una ráfaga de viento impetuoso”) –entraron cuatro personajes: una dama de palidez extrema y rostro afilado, ojos hundidos, ojeruda, alta y esbelta (La Muerte), seguida de un hombre barbado, hombros anchos y manos fuertes, que a paso lento iba a su lugar (Mateo). Le seguía otro varón que irradiaba bondad, de mirada y rostro apacible, avanzaba seguro y firme, al tiempo que miraba al auditorio, el Señor. Tras él, como quien se siente culpable sin aún ser acusado, un hombre de negro, de tez morena, mirada que irradiaba maldad (Satanás, Mefistófeles, el Demonio, el Traidor).
Ocuparon sus asientos. Al centro de la mesa el Señor; a su lado Mateo (fungía de secretario). A la derecha la Muerte y a la izquierda, cabizbajo, el susodicho Demonio.
El Señor (en arameo, por supuesto, esta es una traducción del narrador) lanzó sus primeras preguntas, que la Muerte y Mefistófeles sintieron como fuego.
–¿Qué hay de aquella ciudad del clima ideal? ¿Qué la ha convertido en un valle de tristeza, hambre, desesperación, homofobia, violencia y, por si fuera poco, ahora en un valle de suicidios?
Fuiste tú, Satanás, o tú, Muerte incorregible, quien ha influido en las vidas de estos inocentes para optar por una salida falsa.
La Muerte, Mefistófeles y el público en general guardaron silencio, se escuchaban los aleteos incesantes de las moscas y a la distancia el grillar de uno que otro grillo.
–La seducción es un juego limpio, incauto es quien se deja seducir, quien no sabe cuándo decir sí o no –dijeron la Muerte y el Demonio.
–¿Acaso estos suicidios, inaceptables y evitables, que han afectado a toda la sociedad, sin respetar género ni edad, en esta bella ciudad, no son sino el fruto de un ambiente deprimido y represor, intolerante, vestido de pobreza, hambre y miseria, y la riqueza endemoniada de unos cuantos? –dijo Dios.
La Muerte y Satán estaban aturdidos, mudos, sabían que habían minado las almas de los políticos y ciudadanos codiciosos, plenos de gula desmedida, soberbia y avaricia incontenibles, para que la ciudad se transformara en un valle suicida.
–Por ningún motivo permitiré que esto sea un locus tenebrarum et umbrae mortis (“lugar de las tinieblas y de la muerte”).
En ese momento se escuchó un grito unánime y estruendoso en el teatro: Quissicut Deus! Quissicut Deus! Quissicut Deus! Quissicut Deus! (¡Quién como Dios! ¡Quién como Dios! ¡Quién como Dios!).
Dios, de forma discreta se inclinó hacia Mateo diciéndole al oído:
–Ab abjicendos daemones de corporibus obsessis (“arroja los demonios de los cuerpos de los posesos).
El Señor se puso de pie y con una voz suave, pero de fuerza tal que se escuchó en los lugares más recónditos de Saltillo, dijo:
–Audi, ergo, et time; imperat tibi Deus et majestas Christi (“escucha, pues, y teme; te lo manda Dios y la Majestad de Cristo”).
Un ambiente de paz y tranquilidad invadió el lugar, así como un agradable y reconfortante olor a incienso.
Al día siguiente, a la puerta de cada político rico, ambicioso, portadores sanos del SIICO y enfermos del SIICO, apareció un sobre lacrado con su nombre y que decía “Cavet dominus videt!” (“¡Ten cuidado, el Señor te ve!”).