Luna: Monólogos de un niño inconforme
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Luna: Monólogos de un niño inconforme
Ilustración: Vanguardia/Esmirna Barrera
'Mi nombre es André, tengo tres años y no me gusta la gente', escribe Alfredo Padilla en un cuento de su libro más reciente
Por: ALFREDO PADILLA*
Ooo there I stand neath the Marquee Moon,
Just waiting
Marquee Moon, Television
Se lo pregunté a papá el otro día, cuando comenzaba a hacerse de noche y un edredón oscuro cubría el cielo, y las estrellas comenzaban a brotar como pequeñas hormigas emergiendo de un agujero; las estrellas, esas primeras maestras de filosofía. Se lo cuestioné de noche, cuando los anuncios de figuras inconcisas se encienden como un llamado para la gente de las tinieblas, los aliados de la noche, esas personas que también prorrumpen como bichos desde la oscuridad, desde las alcantarillas, y encienden a la ciudad con una zambra estrepitosa. Yo no sé qué pasa, pero cuando la noche cae, las personas parecen distintas, se desguarnece el mal humor del día, padres y familiares bailan una música bestial en un ridículo soso, caen en las fauces de la paradoja nocturna, como caperuzas tontas al acecho del lobo, al acecho de la noche, la noche que es el bosque peligroso; una contraposición habitual de mi recámara, de nuestras recámaras.
Mi nombre es André y no me gusta la gente, tampoco me gusta la noche, sin embargo, a veces es linda, pero sólo cuando papá me lleva a los juegos mecánicos por la tarde –los juegos mecánicos son en verdad robots que simulan la realidad adulta– y de pronto se oscurece, y no sabes en qué momento se te introdujo la noche por los ojos, el momento exacto en que se puso el Sol y las luces de la Luna comenzaron a encenderse, y también las bombillas de cada juego, de cada autómata, de cada camión de bomberos, de cada patrulla de policía, ambulancias, trenes y autobúses, el momento preciso en que se encienden las luces de la feria en los juegos mecánicos, y pequeños reflectores radiantes asoman también como insectos emergiendo de un hormiguero, hormigas eléctricas que alguien más enciende para que los niños puedan sacarse la noche de los ojos, para que los traviesos no pierdan el brazo del padre, para que no se pierdan en la confusión y extravíen sus pequeños pasos hacia casa.
Sólo en esos momentos es linda la noche, y André puede sentirse en otra Vía Láctea, muy lejos de la tierra, muy lejos de la gente que pregunta tu nombre o tu edad, que jala de tus mejillas como si fueran una materia viscosa. Pero André no es tonto, André sólo tiene tres años y muchas preguntas, es un reluctante de información melindrosa, un detective, un extranjero, un foráneo, un inmigrante de otro planeta, un astronauta en la tierra, un navegante espacial que añora la Luna, por eso se lo pregunté a papá aquel día: ¿Quién enciende la luz en la luna? Pero papá no entendió, papá dice que la Luna no tiene foco, que no tiene luz propia, que es opaca, y que si existiera alguien capaz de encender la luna, ese alguien sería el Sol. La Luna refleja la luz solar porque es demasiado blanca, porque carece de atmósfera y porque está muy cerca de nuestro planeta, es por eso que brilla tanto. ¿Y a dónde va la Luna, papá? La Luna no se mantiene estática, tiene movimiento, se mueve de dos maneras distintas: con un movimiento de rotación, lo que quiere decir que gira sobre su propio eje, gira sobre sí misma, y con un movimiento de traslación, es decir, que gira alrededor de la Tierra. El movimiento de la Luna hace una trasla-ción de oeste a este, pero por la rotación de la tierra, pareciera que es a la inversa.
Yo sé que la Luna también puede moverse de otras maneras distintas a las que papá –o la astronomía– pueden explicarme, por ejemplo, cuando vamos en el auto, he visto cómo nos persigue, como si remolcáramos a la Luna con un hilo finísimo y transparente, como si el auto la estuviera transportando, ahí, siempre detrás de nosotros, tratando de seguir nuestro paso.
He visto como se esconde detrás de grandes nubes enormes con formas temibles, oscuras nubes, blancas nubes, nubes fantasmales, aterradoras, o se encubre en la copa de los árboles, en escarpadas montañas, escabrosos cerros o casas de veinte pisos, es la Luna que juega a las escondidas, ¡1, 2, 3 por la Luna que está detrás del anuncio de zapatos!
La Luna es una aliada, la única capaz de hacer divertida la noche, la que siempre estará ahí para ti, para hacerte saber que no estás solo, para ahuyentar a los monstruos debajo de tu cama, para carcajearse de la demás gente contigo en un hermoso cuarto menguante, la sonrisa de la Luna. Tu nívea confidente, con quien puedes conversar sobre las absurdas mentiras de los adultos, de la sapiencia, la cultura o la ilustración, para conversar e interrogarle acerca de la tristeza. La Luna puede decírtelo todo sobre el dolor de estómago, sobre el llanto y las ausencias.
Cuando quiero regresar a la tienda por el juguete que no pudo comprar papá, cuando quiero comer un poco más de chocolate, cuando necesito a alguien que me cargue entre sus brazos, cuando no está él con sus barbas punzándome las mejillas, cuando veo por la televisión a esos niños que parecen estar dormidos en las calles, en las banquetas, en los suelos sucios de medio oriente, ¿adormecidos? Con una manta cubriendo sus rostros, cubriendo las manchas púrpuras en sus cuerpos, son los niños de la guerra, yo lo sé, los que rivalizan todos los días con el ejército y arrojan piedras a los tanques y carros de combate, tratando de proteger a su madres. André no es tonto, André sólo tienes tres años y muchas respuestas, esas manchas rojas en sus cuerpos no son de salsa de tomate, esas manchas rojas son heridas de bala, sangre de niño derramada sobre la tierra. Entonces me pongo triste, y observo la enorme Luna llena que se asoma por mi ventana, y por unos momentos desaparece el dolor de estómago y la tristeza, pero sólo por unos instantes, muy pequeños, como relámpagos, hasta que el viento arrastra la Luna por otros rosetones, por otros ojos, por otras lágrimas.
Papá dice que soy como el Sol, que soy su Astro personal, que algo en las estrellas fue escrito sin preguntarnos a los dos –como en aquella canción– que tengo el poder de darle bienestar, que todo lo que hago ayuda a mover montañas, y ayuda a mover el reloj, que no cambiaría nada del mundo por mi vida, que mis rayos le dan felicidad. Papá no lo entendió del todo, lo que quería preguntarle aquella noche es que si soy en realidad su Sol, ¿quién encenderá la Luna para él cuando no esté yo?
*ESCRITOR Y PERIODISTA CULTURAL
(San Luis Potosí, 1983). Autor de Una pastilla más para que pase el dolor (Ponciano Arriaga, 2015) y Monólogos de un niño inconforme (Casa Editorial Abismos, 2017). Es narrador, periodista cultural y orgulloso papá de André. Colabora en diversas revistas y fanzines; sus relatos han sido incluidos en varias antologías.