El hombre de la casa
Usted está aquí
El hombre de la casa
Por: Isadora Montelongo*
Era diciembre de 1994 cuando papá se fue de casa, viste cómo mamá cerraba sus ojos sin llorar, mientras apretaba tiernamente sus mejillas de miel. Te has hecho un hombre a los ocho años, te has hecho un hombre que aún tiene videojuegos. Despiertas a las seis de la mañana, con el recuerdo de la última carrera que has ganado con un deportivo rojo, la pelea callejera donde te salía un fuego azul de entre las manos y el incomparable mundo de fontaneros, monedas y hongos. Ya eres un hombre, quien ayuda a mamá y a sus hermanos menores a ir y venir de la escuela.
Llegas a casa de la abuela, porque mamá ha ido a trabajar y eres una carga que come, lo pasa mal; pero cambia cuando Ika llega a casa, vestida con ese uniforme a cuadros, las calcetas hasta las rodillas, y su cabello negro y corto, te saluda con un beso en la mejilla y aspiras ese aroma tan cándido que piensas en rosados algodones de azúcar y en la velocidad turbo en la que late tu corazón. Ika acaricia a Mango, su gato negro consentido, y te intercala en la conversación. Le agradas a Mango, dice, mientras te sonríe con esos labios color fresa y sus hoyuelos divertidos. Sonríes a medias disimulando que brincas de gusto por dentro. Se expanden tus pupilas y ella compara tus ojos tan grandes con los de Mango. Eres como un gato, te dice, y pasa su pequeña y suave mano aperlada por tu rostro, casi mueres con esa caricia, te ha disparado un rayo rojo que proviene de esas técnicas de luchas orientales. Ves a Ika platicarle a Mango sobre química y la limpieza de los pelos de gato. Te sientes un hongo como los de Mario Bros, paralizado y sin conversación. Ika te pregunta si has acabado tus deberes. Se te ocurre tener problemas con la química y biología, sabes que ella ama dar cualquier explicación al respecto y día tras día te ayuda con tu tarea. Ella se vuelve tu imposible, seis años de diferencia y es tu prima hermana. Pero ya eres un hombre, y un hombre debe aceptar esas cosas.
Has tolerado las visitas de un compañero de la escuela de tu prima, él se atraviesa, peor que una enorme y dura pared de ladrillos como las del reino de Koopa. Ika y tú ya no han hecho los deberes juntos, sus idas al parque para pasear al excéntrico Mango se han reducido, ella ya no te cuenta de química y biología y ha dejado de intercalar y traducirte las conversaciones con el gato. Por rabiar toda una semana has olvidado el regalo de Navidad y de su cumpleaños. Tu rival le ha puesto a la mascota consentida un cascabel que guarda dentro el presente para Ika, una pulsera de plata con dijes de soles y corazones. Sientes un aire frío recorrer dentro de ti, un aire como cuando pierdes la carrera de fórmula uno o te aplastan con un enorme mazo de piedra. La niña de los hoyuelos llega de la escuela y ustedes la esperan, quieres felicitarla, estar con ella cuando la abuela los llame para encender las luces del pinito, encaramelarla con muchos abrazos y besos, pero al mismo tiempo te apena no tener un presente.
Mango guarda tu regalo, dice el compañero de Ika, ella llama al gato para acariciarlo, pero el gato como animal caprichoso salta apresurado y sube a un nogal en el patio. Mango, Mango, grita la chica, y el pretendiente sólo hace por aventarle palos y piedras. Ika se molesta, y por dentro el aire frío que sentías se vuelve una poderosa arma para saltar al tronco y subir por las ramas. No te vayas a caer, te grita ella con sus labios color fresa. Subes y el gato avanza ramas arriba, no te has dado cuenta que escalas y escalas, tienes furia de que tu prima se fije en ti, tienes fe de alcanzar a ese gato, miras hacia abajo. Tu abuela está condenando a los chicos por no entrar a casa encender las luces del pinito y partir el pastel de cumpleaños, si tu abuela te ve, es capaz de darte una paliza y decir mientras te pega “¡Cómo es posible que siendo el hombrecito de la casa, expongas tus huesos y el ejemplo para tus hermanos, ¿crees que tu mamá puede pagar el hospital!?”. La abuela entra a casa y tú te deslizas por las ramas con grandes alas y muchas vidas como las del fontanero Bros para alcanzar a Mango, lo agarras de una pata y por instinto de lanzar siempre bombas negras en tus videojuegos, lo lanzas. Miras cómo Ika infla sus rosadas mejillas y desaparece sus divertidos hoyuelos.
Bajas rápido del árbol, sin el miedo de quebrarte los huesos o morir. Las infladas mejillas de miel de Ika te han fulminado el corazón.
Ika entra furiosa a la casa de la abuela, termina de soplar las velas sobre el pastel y toma al pobre y lastimado Mango en sus brazos, se sienta a la mesa y ve comer a los demás bajo las luces de Navidad, ignorándote como a un fantasma en el Koopa castillo, desde entonces no la has visto, y tu rival ya no ha ido a la casa de la abuela a visitarla. Y sabes que esas cosas pueden pasarle a cualquier hombre.
*(Monterrey, N.L.) Autora de la novela Las chicas sólo quieren plástico (Plaza y Janés, 2012). Ha participado en revistas como Playboy, Sabotage, Posdata, el anuario de Humanitas de la UANL, Letralia, Armas y Letras. Fue becaria del Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico (PECDA, 2011) y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA, 2014-2015).