Sobre la importancia de morir de amor

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Sobre la importancia de morir de amor

Ilustración: Vanguardia/MA. GABRIELA ARÉVALO REGGETI
El amor era frágil, pero lo inundaba todo, como humo en el aliento, en el cabello y en la ropa, escribe Sergio Pérez Torres en un par de relatos de su próximo libro, 'Los arcoíris negros'

Por: SERGIO PÉREZ TORRES

 

XLI.

Mi hermana siempre dijo que quería ser grande para tener el pelo largo, fumar y tener novio. Intenté compensar su sacrificio cuando ondeaba mis rizos, en cada cigarrillo extinto, al decir que sí a la declaración de algún chico. Tal vez montaba un espectáculo para que pudiera verme desde donde estuviera. Yo diría que mis historias pertenecían al Yaoi, un género de relaciones entre dos muchachos, preferentemente para el público femenino: Yama nashi, ochi nashi, imi nashi; sin clímax, sin final, sin sentido.

Hay quienes dicen sentir el amor a primera vista, pero cuando conocí a Josué sentí una especie de terror. Quizás esto es a lo que se referían con un flechazo, una verdadera dolencia. Sí, hubo pequeños ensayos para esto, quiebres, corazones rotos, pero no estaba listo para un crecimiento anormal en las células del corazón. “Él es un cáncer y me crece”, comencé a escribir sobre su signo zodiacal, su nacimiento, la independencia de Estados Unidos de América. Fue como una súper explosión que ocurría cada semana en Saltillo, en un parpadeo donde no podía aclarar los desnudos en el Eurotel, las amenazas con botellas de cerveza en el Eno’s, sus manos empujándome con toda su fuerza y sus fantasmas contra la pared. Mi miedo era más fuerte.

–Estoy seguro, un día vas a dejarme para casarte con una vieja y tener un hijo. 
–¿Es neta? No estamos hablando de eso y sales con tus cosas.
–No puedo dejar de pensar y de sentir eso.
–¿Y qué quieres que haga? Estamos con madre. Tú te haces telarañas.
–No estamos con madre. No voy a sentirme seguro hasta que no tenga un anillo como seguridad.
–No tengo un anillo para darte, pero ten la seguridad de que esto es para siempre.

Para luego dar una bocana a nuestro último cigarrillo, lo puso en mis labios para que también lo hiciera. Colocó mi brazo sobre la mesa del bar, su brazo encima, la punta ardiendo en medio. El sonido de la brasa apagándose. Soltamos el humo en una sonrisa. Cuando uno es verdaderamente feliz, no habla de la felicidad, ni piensa qué es, cómo se siente. Uno no piensa, dos menos.

El amor era frágil, pero lo inundaba todo, como humo en el aliento, en el cabello y en la ropa. Los poemas ganaron un certamen, pero no tuvimos tiempo de gastarlo, él había iniciado una relación con Amanda. Las quemaduras se convirtieron en cicatrices, estrellas gigantes que ardían desde su muerte.

Pasaros dos años de silencio, pero cuando me confirmaron el diagnóstico de cáncer en la tiroides solamente pude pensar en él, en que cierto humo invisible me cubría como un velo hacia el altar donde se oficia una boda y un funeral.

SEP 30, 2011 A LAS 14:08 

Sí… ahora tengo cáncer en la tiroides (una glándula que está en la garganta, en forma de mariposa, me van a cortar el ala derecha). Nunca escribas un poema, podría volverse realidad. Todo el amor, Josué.

¿Habría leído mi mensaje? Pensé que me respondería en una hora, al menos un día. Tanto lo había convocado que tal vez ya no me quedaba más para él. ¿Pensaría que era una broma o una mentira? ¿Por qué no me respondía?

OCT 27, 2011 A LAS 19:25 

Mañana que intentarán arrancar el cáncer voy a pensar en ti. 
También cuando me duela la recuperación y cuando tenga una nueva cicatriz. Pero si muriera mañana, significa que he ganado.

“Un día moriré de un hombre así”, repetía en sus poemas. Ya no habría un retorno luego del silencio. ¿Yo le importaba? ¿Yo iba a morir igual que lo nuestro?

NOV 21, 2011 A LAS 15:10 

Y total ya ganaste?

 

II.

No encendí una veladora, esa noche había luna llena. La Comisión Federal de Electricidad mandaría una de sus camionetas blancas para que arreglara el desperfecto hasta el día siguiente, claro, si no había mucho trabajo. Aquí esperar un servicio del gobierno es un acto de fe. No podía escuchar música ni leer. Me dispuse a quitarle las hojas al pino de Navidad, pensé en hacerlo varias veces antes de la definitiva, pero estaba seguro de que se irían desprendiendo por sí mismas, ya era pleno verano y ni el calor ni el tiempo parecían hacer mi trabajo. En algunas ramas aun crecían granos de polen, tal vez escogí el único árbol inmortal de toda la tienda, que es donde parece que nacen estos árboles.

Me negué a usar guantes, lo que me costó pincharme siete veces. 
Formé una alfombra que aromatizaba todo mi patio como el limpiador más popular de los 60. Sonó el timbre. Entonces ya había regresado la electricidad, pero no me di cuenta por seguir quintando acículas, de todos modos, los interruptores estaban apagados porque en el Manual de Usos y Costumbres Familiares: Capítulo 654: Qué Hacer Cuando Se Va La Luz, eso es lo que uno debe hacer. De nuevo el timbre. Era Homero.

–¿Qué haces aquí?
–Salúdame. ¿No? –para dar paso a un abrazo obligado.
–Todavía no sé qué haces aquí.
–Tenía muchas ganas de verte.
–Yo también tenía muchas ganas de hacer las cosas bien, pero ya ves.
–No quiero dejarlo todo así.
–Estoy muy ocupado, neta.
–¿Estás con alguien o qué? –con la mandíbula intrincada, a punto de la rabia.
–Con un pino seco, lo estoy deshojando para decoración.
–Yo te ayudo, a ver.
–No sé si debas, tiene sangre en todos lados.

Dicen que los vampiros pueden entrar a tu casa cuando ya los has invitado, después de eso no hay vuelta atrás, pueden hacerlo a su antojo. Él se metió como alguna vez lo hizo en mis días, en mi cuerpo. Atravesó la biblioteca, la sala. Aunque no era un vampiro, llegó al patio como si oliera el hierro líquido que goteaba desde las ramas. No preguntó nada sobre la oscuridad. Por más de una hora desprendimos las hojas que ahora eran agujas quebradizas. No volví a cortarme y al parecer él tampoco. Cuando terminamos el esqueleto del árbol lucía como lo esperaba. Fui por una lata de aerosol negro y lo pintamos tan bien como hubiera hecho algún niño que acaba de perder la vista. Homero lo metió a la sala apenas secó la pintura, volvió por mí y me cargó, sus manos y brazos ennegrecidos. Yo no quería ser el árbol, conducido y sin nada qué decir.

–Ya deberías irte.
–No creo que sea lo que quieres –dijo colocando mi mano en su entrepierna.
–Esta relación ya está muerta.

–Tu árbol también lo estaba y mira lo que hicimos con él. Estoy seguro de que también podrás hacer algo conmigo, con lo nuestro.
La madrugada se convirtió en una de esas carúnculas del pino que no aceptaban su ciclo, la resurrección de lo que irremediablemente volvería a morir.


SERGIO PEREZ TORRES

(Monterrey, 1986). Publicó Caja de Pandero (EDÉN, 2007), Mythosis (EDÉN, 2009), Los nombres del insomnio (Cuadernos de la Serpiente, 2016), Barcos anclados al viento (La Cosa Escrita, 2016), Cáncer (Nada Ediciones, 2016). Su obra poética ha sido premiada con el Concurso de Literatura Joven 2004, Certamen de Literatura Joven Universitaria 2009, Juegos Florales del Carnaval de La Paz 2016, IV Certamen Literario “Ana María Navales”, XXVI Premio Nacional de Poesía “Ydalio Huerta Escalante” 2016, XXIV Premio Nacional de Poesía Sonora 2016 “Bartolomé Delgado de León”,  Premio Nacional de Poesía Carmen Alardín 2017, Concurso Palabras Migrantes.

 

Estos cuentos forman parte del libro Los arcoíris negros, que será publicado este verano por la Editorial De Otro Tipo.