Un insomnio estefaniano

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Un insomnio estefaniano

Ilustración: Vanguardia/Esmirna Barrera
El escritor Alfredo García narra una noche de insomnio que nos transporta a cantinas, mujeres y juegos de palabras perversas
Por: ALFREDO GARCÍA VALDEZ*
 
Enciende otro cigarrillo. Una corriente de aire fresco se abre paso entre los témpanos de calor, a las tres de la madrugada. El pirul se derrama sobre el muro de adobe, arbusto gigantesco que parece la recámara esmeralda de una bruja. Luis Non sabe que ya no conciliará el sueño, sino hasta minutos antes de la salida del sol. Entonces volverá a acostarse, como de costumbre, en un samsara horizontal que habrá de durar hasta las once de la mañana. Sólo entonces es cuando sueña largamente, con la luz atravesando sus párpados. Guirnaldas de sueños coloreados se desparramarán en ese lapso, en el zócalo de su populosa mente. La primera parte de la noche se compone de un dormir terroso, sin imágenes, antecámara de la tumba, durante el cual él es sólo un cuerpo anónimo, sin personalidad, sin pasado: si las trompetas del Juicio lo levantaran a esa hora, sería incapaz de responder por el más mínimo de sus actos.  Por ahora solamente observa el óvalo de un Delicado a través del vaso con agua.
 
Le llega a la mente la imagen de su maestro Gregorio F. Zaldívar y su ingenuidad kantiana, trascendental. Es la que lo hace creer que una cantina de mala muerte llamada El Marino es un bar de marineros. El viejo tiene una confianza inconmovible en la identidad de palabras y cosas. Es un candor que le hace creer todo lo que le cuentan, así sean cosas de mala fe, mentiras y toda suerte de enredos. Piensa que a final de cuentas privará siempre el lenguaje sobre la realidad, sacándola coherente, verdadera. Cree que la realidad es una mera sombra del lenguaje, proyectada más allá de la caverna craneana. Y sí, estuvo la tarde que terminó hace unas horas en esa cantinucha. Y sí, tiene algo de taberna de marinos, mejor dicho, sus parroquianos, en su mayoría pepenadores de basura, tienen pinta de náufragos o de grumetes recién desembarcados. El oceánico tiradero de basura, en las afueras de la ciudad, les da quizá ese aire de ilegalidad y de anarquía. Cualquiera de ellos podría entornar legítimamente la “Canción del pirata” del gran Espronceda. Las paredes de la cantina y de ambas aceras de la calle reflejaban el calor del chirriante crepúsculo, el crepúsculo de las cigarras, como si fueran espejos enfrentados. Las vibraciones de vapor fueron perceptibles hasta las diez de la noche: una bruma seca, neonada, como si fuese vapor de hielo, ardiente vaho de hielo al rojo blanco.  
 
En la cantina atroz, una muchacha lúbrica y un poco hombruna abofeteó a un anciano cliente, que se negaba a pagar la cuenta. El propietario, el más ebrio de todos los parroquianos, intentó contener esa falta de respeto hacia la cantina que mostraban la mesera y el viejo. Pero las cuatro o cinco cachetadas habían sido dadas. Había ido con la intención de conversar con su maestro, pero Gregorio F. Zaldívar no paró por allí en toda la noche. Tambaleando un poco por el tequila, sobre la calle del Lerdo, cruzó el callejón del Diablo como a las once. Recordó a Cintia, aquella estudiante de Derecho, cuando pasó por la casa donde se asistía, o que rentó mejor dicho hace algunos años.  A sus dieciséis años, tenía un cuerpo de prostituta de lujo, igual que su madre que la visitaba desde Almadén, en la madurez de su treintena. Rubias ambas, muy altas, de cabello corto la hija, de pies casi transparentes y de cuello también traslúcido. Más que a estudiar, hubiera parecido que se había mudado a Estefanía para fornicar. Era una nueva rica del sexo. Lo descubría con sincero entusiasmo en todas las posturas, en todos los papeles, en todas las circunstancias. Por lo demás, era una chica brillante: cómo debieron sufrir sus maestros en el Ateneo del señor Fontes para demostrar que la aprobaban y le daban altas notas por su caletre y por ese culo que tumbaba los catres.
 
En tiempos, las cantinas eran aburridas hasta la abominación. Qué estimulante era entonces visitar a Bárbara y tomar unos tragos en su casa, cuantimás cuando estaba de visita su madre, instalarse en el laberinto de nylon de las medias de ambas, que brillaban con una pelusilla de fruta ofrecida, escuchar su charla sin sentido que era como un gorjeo, el trino de un par de pájaros sensuales. En realidad, fuera de las conversaciones con su maestro Gregorio F. Zaldívar, cualquier comunicación carecía de sentido para Camargo: era para él como una plática de borrachos, escuchada en la bruma y la lejanía del tequila, desde la mesa del rincón más apartado, con la radiola a todo volumen y una tormenta de verano desplomándose afuera. La caducidad de las palabras de la gente, lo que las volvía mero ruido,  provenía de que ésta es perversa, tan desconfiada como dada al engaño, a las pesas falsas y las verdades a medias; de que ella no cree en esa identidad entre palabras y cosas, y en el primado postrero de la palabra, como era la costumbre y práctica de su mentor.
 

*Escritor. (Zacatecas, 1964). Autor de los libros de poesía Silva de amor nocturno, Cajón de ausentes, Manual de viento y esgrima; de ensayo Máscaras. Prosa de arte menor; las novelas Truco, Truco II, entre otros. Escribe la columna Abraxas en Vanguardia.