Genios que murieron arruinados (segunda parte)

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Genios que murieron arruinados (segunda parte)

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Algunos se gastaron lo mucho que ganaron en lujos extravagantes; otros crearon verdaderas obras maestras, pero el mundo no las entendió, así que tuvieron que mendigar para vivir

Nikolas Tesla, un genio sin ideas comerciales
El gran inventor estadounidense de origen balcánico Nikolas Tesla (Smiljan, Croacia, 1856-Nueva York, EE UU, 1943) fue un genio en lo suyo, pero careció sin duda del instinto comercial que tuvieron sus competidores, entre ellos Thomas Alva Edison, para el que trabajó en su juventud. 

Personaje clave en el desarrollo de la industria eléctrica, Tesla fue el padre de múltiples inventos, pero vendió la mayoría de esas patentes a Westinghouse Electrics por cantidades a menudo irrisorias, muy por debajo de su valor real. 

Su principal prioridad fue siempre invertir todo lo que ganaba en nuevos inventos, más que asegurar la solidez de su propia empresa, Tesla Electric & Light  Manufacturing, fundada en 1886. 

En 1907, una auditoría independiente aseguraba que las patentes que Tesla había vendido a Westinghouse por poco más de 200 mil dólares, tenían un valor real de mercado superior a los 12 millones de dólares, que vendrían a ser 300 millones de dólares en la actualidad. Con semejante talento para los negocios, no es extraño que el científico se arruinase definitivamente poco antes de morir, en 1943. 

Barbara Hutton, la pobre niña rica 
Si en algo fue genial la riquísima heredera Barbara Hutton (Nueva York, 1912-California, 1979) fue en su capacidad para gastar dinero a espuertas. Su tercer marido, el actor Cary Grant, dijo de ella que “cuando tus posibilidades son casi infinitas, para vivir por encima de ellas hace falta verdadero talento”. El caso es que Hutton, heredera de gran parte de la fortuna del fundador de los grandes almacenes Woolworth, recibió al nacer lo que parecía un pozo de riquezas sin fondo y consiguió vaciarlo. 

Tras el suicidio de su madre, la prensa empezó a referirse a ella, con una mezcla de compasión y sorna, como ‘la pobre niña rica’. La fiesta de su 21 cumpleaños, celebrada en plena Gran Depresión, en 1933, fue un acto de ostentación tan pornográfico que le granjeó una antipatía casi universal y obligó a su padre a enviarla a Europa para librarla del acoso de la prensa. 

A partir de ahí, la heredera siguió viviendo en una creciente espiral de derroche que incluyó la construcción de un palacete de estilo japonés en Cuernavaca, México. En total, esta predecesora de Paris Hilton consiguió gastarse más de cien millones de dólares en cuatro décadas. Toda una vida dedicada al despilfarro, entendido como una de las bellas artes, que acabó en 1979, cuando el pozo de sus riquezas ya estaba seco.

Veronica Lake, la camarera de lujo
Vivir de prisa siempre fue una de las principales prioridades de la actriz Veronica Lake (Nueva York, 1922-Vermont, 1973). Su talento y su ambición ya habían convertido a esta belleza castaña de clase obrera en una gran estrella del celuloide con poco más de 20 años, cuando protagonizó varios clásicos del cine negro junto a Alan Ladd, pero su reputación de díscola y difícil hizo que apenas una década después dejasen de ofrecerle papeles. 

En 1951, ella y su marido, el director André De Toth, se declararon en bancarrota: se habían gastado en tiempo récord la gran cantidad de dinero que habían conseguido acumular con sus respectivas carreras. 

Para Lake, que se divorció de Toth poco después, empezó una segunda vida en la que trabajó de camarera, fue detenida varias veces por embriaguez y escándalo público, y residió en moteles baratos de la periferia de Nueva York. 

Su etapa tardía como presentadora de un programa de televisión local en Baltimore, cuando era ya una mujer de mediana edad prematuramente envejecida por el alcohol y las penurias, tampoco le permitió resolver del todo los problemas económicos que la acompañarían hasta el final. Murió con 50 años. 

Thomas Jefferson, un presidente rodeado de acreedores 
“La dignidad de mi cargo me obliga, ciertamente, a incurrir en gastos que no puedo permitirme”, escribía Thomas Jefferson (Virginia, EE UU 1743-Virginia, EE UU, 1826), tercer presidente de Estados Unidos, a su buen amigo James Madison en 1802.

El inquilino de la Casa Blanca intentaba justificar así dispendios tan extravagantes como los casi 10 mil dólares anuales (lo que vendría a ser alrededor de tres millones de dólares al cambio actual), que se gastaba por entonces en vinos franceses, españoles e italianos con los que nutría su bodega y agasajaba a sus huéspedes.

Jefferson, además, creía firmemente que los cargos electos no debían percibir un sueldo (“si no puedes permitirte el esfuerzo económico que supone servir a tu país, mejor no lo hagas”, dejó escrito) y predicaba la austeridad en el gasto público (“ninguna generación debe verse obligada a pagar las deudas de sus padres”), pero nunca se planteó practicarla en privado. 

Murió en Monticello, su inmensa mansión sureña, acosado por los acreedores, entre polvorientas vajillas de oro y plata, y entre enormes y lujosos tapices versallescos roídos por los ratones. 

Billie Holiday, la voz del jazz
Murió de cirrosis en un hospital de Harlem (Nueva York), en la primavera de 1959, a los 44 años (había nacido en Filadelfia en 1915). 

Llevaba unos días en arresto domiciliario por posesión de narcóticos (era adicta a la heroína) y al morir tenía 70 centavos en su cuenta corriente y 750 dólares en efectivo, que fueron heredados por su marido. 

A esta mujer también conocida como Lady Day, todo un mito de la música popular (jazz, sobre todo) del siglo XX, la arruinaron las adicciones, un estilo de vida bohemio y las malas compañías. En especial, una estafa de la que fue objeto poco antes de morir y que consumió sus últimos ahorros y los derechos de autor generados por su último par de discos y su autobiografía, ‘Lady sings the blues’, publicada en 1956. Lily Rothman, redactora de Time, escribió en el aniversario de su muerte que Billie “hubiese preferido gastarse esos 750 dólares antes de morir, en alcohol, en heroína o en una última juerga con sus amigos, porque su filosofía era no guardar nada para mañana y apurar la vida hasta las heces”. Nunca quiso ser la más rica del cementerio. 

George Best se ahogó en juergas y alcohol 
Se le atribuye una frase que es toda una apología del hedonismo y el feliz derroche: “Gasté la mayor parte de mi fortuna en mujeres y alcohol. El resto lo desperdicié”. 

Futbolista prodigioso, del que ‘Pelé’ llegó a decir que era el mayor talento de su generación, George Best (Belfast, 1946-Londres, 2005) llegó a ser conocido como ‘el Quinto Beatle’ por su atractivo físico, su carisma y su estilo de vida salvaje y disoluto. 

Aseguraba que se había acostado con tres Miss Universo (“no con siete, como dicen mis detractores”), y le gustaba lanzar el reto de que no había en la Tierra quien le ganara a beber cualquier tipo de alcohol.

Y cuando su médico le dijo que estaba a solo ‘un vaso’ de cerveza de la muerte, decidió cambiar de vida y empezar a beber solo ‘medios vasos’.

Todo el dinero que acumuló en sus 10 años jugando al fubol como extremo izquierdo del Manchester United, lo dilapidó entre los años ‘30s  y los ‘50s, una larga etapa de excesos inconcebibles en la que llegó a decirse que “si una noche de fiesta tenías la suerte de estar a menos de diez kilómetros a la redonda de George Best, él te pagaba todas las rondas”. 

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Edgar Allan Poe: siete personas en su entierro 
Edgar Allan Poe (Boston, 1809- Baltimore, 1849) se enroló en el Ejército siendo aún menor de edad. Le destinaron al cuerpo de artilleros, no le gustó aquello y pidió que le licenciasen. 

Al final de su vida, los cinco dólares mensuales que cobró durante esa breve etapa en los cuarteles, acabarían siendo el único sueldo estable que percibió en su vida. 

Poe quiso dedicarse profesionalmente a la literatura, un oficio ejercido entonces por aristócratas ociosos y gente con posibilidades, pero le fue peor que mal. Dehecho, unca consiguió mantener a su familia.

Escribió a destajo (incluso después de muerto una médium tuvo la suprema desvergüenza de publicar en 1860 una colección de poemas ‘dictados’ por el fantasma de Poe, fallecido 11 años antes).

Casi siempre escribió para revistas y editoriales de segunda que le pagaron sus trabajos de forma pichicatera y miserable, regateándole hasta el último centavo. 

Ni siquiera los éxitos de su poema ‘El cuervo’ y de su relato ‘El escarabajo de oro’, le dieron lo suficiente para dejar de pasar apuros una temporada. 

Su desangelado entierro, en Baltimore, ante siete testigos, es la prueba más elocuente del fracaso en vida de este gran genio maldito, y esforzado jornalero de la pluma. 

(Termina la segunda de dos partes, que inició ayer. © Ediciones El País, SL. Todos los derechos reservados)