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Nena, esto es de lo más normal
Rosa Montero
Este libro es una joya. Y eso que, al principio, resulta un poco árido, un poco espeso. Pero les recomiendo perseverar, porque enseguida se pone estupendo. Me refiero a Ansiedad, miedo, esperanza y la búsqueda de la paz interior (Seix Barral) de Scott Stossel, un periodista norteamericano cuarentón que vive asediado por las crisis de ansiedad, que pueden atacarle en cualquier momento y dejarle tembloroso, taquicárdico e incapaz de hablar. Además padece miedo a los espacios cerrados (claustrofobia), a la altura (acrofobia), al desmayo (astenofobia), a quedar atrapado lejos de casa (al parecer es una variante de la agorafobia o miedo a los espacios abiertos), a los gérmenes (bacilofobia), a hablar en público (un tipo de fobia social), a volar (aerofobia), a vomitar (emetofobia), a vomitar en un avión, cosa que, para él, debe de ser como una manía al cuadrado (aeronausifobia) y, por último, hasta le tiene miedo al queso (turofobia), una obsesión rarísima que ya me parece la repanocha.
Como comprenderán, yo, que soy una ansiosa de manual, y que he sufrido tres grandes crisis de angustia clínica en mi vida, a los 17 años, a los 21 y a los 30, me he abalanzado sobre este ensayo como cerdita sobre charca de lodo. Y debo decir que el pobre Scott es tan catastrófico que, de entrada, su ejemplo puede animar muchísimo a los ansiosos más medianos. Que, por cierto, son (o somos) legión. Según los últimos estudios citados en este libro, se calcula que una de cada seis personas en el mundo sufrirá un trastorno de ansiedad durante al menos un año en el transcurso de su vida.
“Sé que al otro lado de estas páginas hay mucha gente devorada por el ogro de la angustia”
Y sufrir un trastorno de ansiedad no es estar un poco nervioso ni sentirse preocupado por algún problema de tu vida. Una crisis clínica cursa con síntomas aparatosos y es inhabilitante mientras dura. Recuerdo mi primer ataque de angustia a los 17 años: estaba viendo la televisión una noche, tras la cena, en el comedor vacío de la casa de mis padres, cuando de repente el mundo se alejó de mí, como si estuviera contemplando la realidad a través de un telescopio; es decir, el comedor estaba todavía ahí, pero lejísimos (luego supe que esto se denomina efecto túnel y que es bastante habitual); inmediatamente me entró un ataque de terror absoluto, con el agravante de que ni siquiera sabía a qué le tenía miedo. Me castañeteaban los dientes, me temblaban las piernas, me entrechocaban las rodillas. Como lo que me sucedía era incomprensible, deduje que me había vuelto loca y eso aumentó el pánico. Además, era incapaz de explicar lo que me pasaba. No podía hablar, no podía comunicarme. Porque la esencia de todo trastorno mental es la soledad, una soledad tan colosal que resulta inimaginable si no la conoces, si no has estado ahí. Una soledad de astronauta vagando perdido en el espacio intergaláctico.
En la España de fines de los sesenta y en mi clase social, la gente no iba al psiquiatra; de modo que me pasé la crisis a pelo, sin un solo ansiolítico. Estaba a punto de entrar en la universidad y decidí hacer Psicología para intentar entender lo que me pasaba. De hecho, tengo la teoría de que la mayor parte de los psiquiatras y psicólogos se dedican a eso porque, de jóvenes, temieron estar locos. Lo cual, por otra parte, no es malo en sí mismo: al contrario, puede proporcionar un mayor entendimiento y una cercanía con los pacientes. En cualquier caso, estudié un par de años de Psicología y ahí aprendí que las crisis de angustia, aunque espectaculares, son como la gripe de los trastornos mentales; básicas, muy comunes y, pese al sufrimiento que producen, muy leves. Conocer todo esto me hizo ir perdiendo el miedo al miedo; ya sabía que de las crisis se regresaba, que no me iba a quedar ahí atrapada, que eran algo transitorio. El irme aceptando como era y, sospecho, el empezar a publicar mis textos en torno a los treinta años (porque escribir te cose, te une al mundo), hizo que las crisis se acabaran. Hace tres décadas que no sufro ninguna. Pueden volver. No me apetecen, pero no las temo. Y hasta les estoy agradecida por haberme enseñado el espacio exterior mental, ese lugar inhóspito y aterrador de la dolencia psíquica. Cosa que me ha hecho conocer mejor al ser humano. Cuento todo esto, como Scott cuenta sus tremendas, agobiantes y a menudo desternillantes experiencias, porque sé que al otro lado de estas páginas hay mucha gente devorada por el ogro de la angustia. Personas que se sienten perdidas, que se creen morir, que piensan que se les ha ido la cabeza para siempre. Y que son incapaces de hablar de ello. A mí, a los 17 años, me hubiera servido de mucho que alguien me dijera: nena, esto es de lo más normal; respira tranquila y espera a que se pase. Así que aprovecho el estupendo libro de Stossel para decirlo ahora.