Emboscada
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Emboscada
Por: GABRIELA VIDAL
Había tanta luz esa mañana que los ojos se cerraban solos ante el temor de lastimarse. Ni los cactus daban alivio. Los altos, lo que se perdían entre el plateado y el azul del infinito, parecían raquíticos cuando debían dar sombra. Los pequeños servían de madriguera a cualquier bicho sin rumbo. De las personas no quedaba rastro a esas horas cuando el pueblo se volvía fantasma.
Pensó en los años en el monte y sintió nostalgia. Ya se había acostumbrado a ese sentimiento. No era el tiempo de juventud lo que le faltaba. Ésos no habían sido buenos años para él. Creció tan rápido que no hubo ni un suspiro para la infancia. ¿Fue niño alguna vez? No lo puede recordar. Y el futuro inmediato también se escapó demasiado pronto. Huir del rancho fue su condena, pero también su redención. El monte le sirvió de refugio y de oráculo. ¡Hasta con las serpientes platicaba de pura soledad! Allí supo todo lo que vendría y en vez de miedo, se mostró ansioso por dar rienda suelta al destino.
Tampoco extraña el vértigo de la guerra, cuando la sangre puede olerse desde muy lejos. Muchas veces vio morir a sus hombres y a los otros, pero una vez se detuvo a presenciar hasta el último suspiro. No se detiene la vida en un instante sino en millones de ellos. El moribundo tiene tiempo de pensar en su muerte. De saberla propia y coherente con el resto de los momentos o de entenderla impropia y completamente ajena a lo demás.
¿Pudo haber sido otro? No, él no. Sólo le hubiera gustado leer, tantito, nada más. Pero no envidiaba a los señores diputados, ellos no sabían nada aunque supieran mucho. Los veía parlotear en la cantina, intrigar en las calles como hurracas que se creen invisibles y son poco menos que grotescas. No quería nada de ellos, no les debía ni la sonrisa y hubiera preferido no tener que sentarse a la mesa de aquellos hombres; si lo hizo alguna vez fue por salvar a los que de verdad eran importantes.
Armas no le faltaban. Tenía un ejército custodiando su rancho; no, no era eso lo que tanto venía echando en ganas. Estaba sintiéndose más vivo que nunca y andaba extrañando a la muerte. Eso sí tenía sentido. Se había acostumbrado a vivir con la amenaza constante y ahora, que se sentía protegido, sin riesgos, echaba de menos a la sombra negra con la que había convivido todos estos años.
No era una sombra, era un tigre. El animal lo había acorralado arriba de un árbol y allí se estuvo todo el tiempo que hizo falta. No necesitó sacar el cuchillo porque para conservar el equilibrio con todo el cuerpo no hacía falta un arma sino paciencia. Y él la tuvo. A la noche estiró las piernas y ya no las sentía. Cuando quiso poner un pie sobre la tierra se quebró y cayó de rodillas. En la quietud, habían sabido comportarse, sin calambres ni cosquilleos, como muertas. Ahora que debía poner sus piernas en movimiento no podía recordar cómo hacerlo.
Habrá sido el día más largo de su vida o tal vez haya otros esperando por él. ¿Hay un destino para cada quién? Sí, claro, no puede ser de otra manera. Sus cinco hijos nacieron porque así estaba escrito desde antes de que él tuviera tiempo de pensarlos, desde antes que él naciera. Como también estaba escrita la muerte del tigre. Con las piernas dormidas, pero con el cerebro más alerta que nunca pudo degollar a aquella bestia. Era él o yo, supo. Y también entendió cuando vio sus ojos amarillos, ya pálidos por la sangre que se le escapaba del cogote, que iba a llorarlo. Cosa rara en un hombre que no sabía llorar.
En el sueño, el tigre suele visitarlo. Y entonces se confunde: no sabe si aquello sucedió cuando era un chiquillo valiente o si solamente lo inventó para hacerse una fama en un mundo donde sin ella no sobrevives. En el sueño, el tigre está vivo y aún lo desafía con ojos brillantes. Él ya no es un jovencito, tiene la barba crecida y la melena llena de canas. Se miran un rato hasta que el animal decide darle la espalda. A veces termina así. Otras veces despierta sudado porque el que voltea para seguir su camino no es el tigre. Ya de espalda, el animal lo asalta y clava sus garras como si fueran un hachazo.
La carreta pisó una piedra y pegó un salto hasta que su cabeza fue a chocar con el techo. No quiso asomarse a ver porque sabía que lo de afuera era puro polvo y no le gustaba tener que tragárselo.
Una nube de tierra va dejando a su paso. El rastro de Pancho que llega al Parral acompañado de sus hombres, un pequeño grupo, la familia, los de siempre, porque lo de hoy es pura rutina. Visitar a la Manuela y volver al rancho. Hay que resolver algunas cuestiones: es temporada de lluvia y sería bueno juntar la mayor cantidad de agua para estar preparados. Sus cultivos necesitan de un riego constante.
Supone que su gusto por las plantas vino de aquealla abuela, mitad mujer mitad bruja, a la que nunca conoció, que solía preparar pócimas para todos los dolores. Tampoco convivió con la mujer que lo tuvo. Ella es apenas un cabello negro y largo que pasa entre la vigilia y el minuto uno de la mañana, también suele ser una mano caliente que lo despierta después de una noche sin más imágenes que la oscuridad del descanso y a veces, sólo a veces, es un perfume que se parece al del aire cuando está próximo a ser invadido por una tormenta. No hay más que eso en su memoria y aun así, no está seguro si se lo ha inventado o si de verdad vio, sintió y olió.
Y también está el otro asunto, el de los atentados. Pero por qué estos no le provocan la misma pulsión de vida que le provocaba el frente de batalla. ¿O es que su vida le importa menos que la de sus hombres? Vio morir a varios niños que tuvieron la desgracia de atravesarse en medio de la guerra y también a los otros, a los que juegan a ser hombres y van a la guerra como si ésta fuera la disputa por unos dulces. Cuando los niños mueren demoran más en irse. Él cree que son las madres las que obstaculizan la partida. No ha de ser fácil para la muerte pelear con esas mujeres que lloran, gritan y se agarran al cuerpito con una furia que él no ha visto ni en el mejor de sus soldados.
Sabe bien que se la tienen jurada esos trajeados de los Herrera y los otros señores que los acompañan, pero ya han fallado mucho, ya lo han intentado y no han podido, ya se les fueron pasando toditas las oportunidades. ¿Seguirán intentando o su nombre quedará en el olvido para siempre? Si hay una historia que contar le gustaría estar ahí. Si hay un libro que escribir, por qué no que trate de él. Si no van a olvidarlo nunca, pues que así sea.
Este pensamiento no es nuevo. ¿Cuántas veces lo ha tenido? Casi todas las mañanas. Esta sensación de despedida tampoco es de hoy. Advierte un aire, un polvo, un sol, una mañana en otras tierras, en otros años, en otro carro. Esto ya lo ha vivido Pancho Villa y lo sabe. Cree que se está despidiendo para siempre de la muerte, ¿cree que será inmortal? (y ríe); esto es otra cosa, algo que aún no alcanza a entender.
La misión es simple y se la ha encomendado el mismísimo Restaurador. ¿Cómo no iba a estar dispuesto a cumplirla? Además él no hace caso a los chismes porque andar hablando no es de hombres. Le han dicho que puede ser peligroso, que su cabeza tiene precio y que sus enemigos mueren de ansias por verlo en el infierno. Pero él no escucha las habladurías. Y no cree en el infierno.
Él ha visto el mal. No lo conoce en carne propia, pero lo ha visto de cerca. No le tocó el hambre, nunca en su vida, aunque sabe de qué se trata. Un niño pequeño en el polvo, revolcándose, semidesnudo, con los mocos chorreando de sus narices, el pelo sobre la cara, sucio, delgado, se acerca al plato donde las gallinas comen sus maíces secos y duros. El niño va a comer con las gallinas porque tiene hambre, pero una de ellas se acerca demasiado y está por pegar un picotazo, no sabe si hacerlo sobre el plato o sobre el rostro del niño. No es que esté eligiendo, es hambre.
Siente una opresión en el estómago, un asco le viene a la boca y traga lo más rápido que puede para seguir perdido en sus ideas. ¿Qué es esto que se atraviesa a la mitad del cuerpo? Están armando un país de cero y eso provoca que las ideas se vengan así a su mente con una fuerza que a veces le provoca mareos y jaquecas sin fin.
Ya no es joven aunque todavía queden batallas por pelear. Se pregunta si podría hoy sacarse de encima a una decena de hombres sin más armas que las cadenas con que fue amarrado. Se pregunta hoy si aquello sucedió o si sólo es una leyenda. Se pregunta hoy quién es Facundo Quiroga. Sonríe, puede ser cualquier cosa menos el que mató encadenado a todos sus enemigos en aquella pulpería de La Rioja. Pasará a la historia por todo eso que no hizo. Y escribirán su nombre para inspiración de gauchos y compadritos. ¿Por qué los hombres simples necesitan de uno como él? ¿O es él quien necesita de los hombres simples para imitar una vida que le sea propia? Ya no le importa saber si mató al tigre o a los hombres de la pulpería. Eso es algo que escapa a su persona, que se cuenta junto al fuego y bajo las estrellas donde se reúnen los hombres simples a escuchar las historias de un hombre como él.
El pensamiento no lo deja dormir. Tal vez no sea éste su destino, tal vez haya una escena similar en otro tiempo, en otra tierra tan igualita a ésta, en otro carro, donde un hombre avanza sólo en una misión suicida porque así lo cree, porque así debe ser, porque Facundo Quiroga no es ningún cobarde, porque está escrito en el mismo polvo que se disuelve a cada paso.
De pronto, sucede que el carruaje se para en seco y no piensa, como otras veces, que es un animal muerto en el camino, hoy sabe que han venido por él. Se escuchan disparos: uno, dos, tres… tal vez cuatro o cinco. ¿Tiene miedo? Sí, pero nunca nadie lo sabrá. ¿Quiere morir? No, aunque puede percibir cierto futuro en otro siglo, en otra tierra, en otro carro, donde la historia termina de la misma manera. ¿Será él mismo aquel hombre? Recuerda un futuro que nunca ha vivido, pero que sabe le pertenece.
–¿Quién manda esta partida?
Un tiro en el ojo hace que su cabeza estalle y la sangre salpique el polvo. Reconoce ese polvo, pero no como parte del pasado sino como aquello que está por venir. Una historia del futuro que ocupa todos los instantes de vida que le quedan: el monte limpio y vacío, el polvo, los ojos expresivos del caballo, los tiros a lo lejos que se acercan, las madres que no dejan ir a sus niños muertos…
El viaje es tan de rutina que parece aburrido. Pero a Villa le gusta que las cosas se hayan vuelto cotidianas aunque todavía no deja ir a todas las ansias que dominan su espíritu. Algo inquieta al hoy hombre de familia. Cuando el carro toma la esquina se frena del todo porque un hueco en la calle lo obliga a detenerse. Es en ese momento cuando a Villa le llega el entendimiento: esto ya sucedió en mi vida, me llamaba de otra manera, vivía en otra tierra de polvo y en otro tiempo de guerra, pero era un hombre como yo en una emboscada como ésta.
Los disparos llegaron precisos aunque también amables porque dejan que sus recuerdos aparezcan frente a sus ojos: un hombre de melena enredada, piel oscura de tanto sol y tanto escondite, un tigre que nunca vio pero que puede sentir en los millones de instantes que lo separan de la muerte, una traición, como tantas en aquellos días, una mujer amada, hijos, niños, los propios, los del enemigo, los muertitos, los hambrientos…
El cuerpo enorme de Pancho Villa quedó tendido en la calle, la sangre regó el polvo y de él surgieron otros cactus para perpetuar una historia donde memoria y leyenda son la misma cosa. Un día es sólo un día. Y en él pueden fundirse los siglos porque habrá un solo tiempo de revolución.
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GUIONISTA Y ESCRITORA
Córdoba, Argentina, 1972. Ha publicado los libros Melancólicos (2012), Paseo con fantasma (2014) y Los chicos de las motitos (Librosampleados, 2015), que será llevada al cine bajo su propia dirección. Ha recibido diversos premios en festivales internacionales por sus guiones.