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La savia invisible

Este otoño del 2017 llega con una ineludible puntualidad. Las hojas de los árboles se caen sin que nadie las detenga. El frío se inicia a paso lento como aurora del invierno. La neblina ya limita la visibilidad y dentro de poco va a esconder las torres de la Catedral. Todo indica que la savia invisible empieza a descender a sus raíces. Ha cumplido su función de nutrir a los hombres de granos, frutos, legumbres. Les regala su generosa cosecha, que el hombre se atribuye y comercia como si fuera su creador y dueño.

Aparece el milagro de la cosecha con sus manzanas olorosas, plenas de jugo y de colores; las melancólicas calabazas y las cañas y nueces. Ése es milagro generoso de la Madre Tierra que todo mundo espera pero a nadie sorprende, ni provoca un “gracias” en el corazón. El hombre se siente dueño de la naturaleza y como niño malcriado exige la cosecha como un regalo merecido.

La sociedad también tiene su otoño ineludible, pero sus cosechas son diferentes cada año, porque dependen de sus manos y del grado de su inteligencia. A veces cosecha estabilidad, a veces incertidumbre; a veces confianza, a veces inseguridad, a veces frustraciones, a veces esperanzas renovadas.

En este otoño del 2017 la cosecha política no sólo es confusa, sino tan nebulosa que la duda todo lo invade y decolora la verdad de tal manera que ya no se sabe quiénes son los corruptos y quiénes los incorruptos; quiénes cultivan y cosechan el bien común y quiénes abusan de él; quiénes alimentan la confianza de los ciudadanos y quiénes son un peligro organizado.

Las estadísticas, con la crueldad de su realidad, exponen una cosecha miserable de crímenes, violaciones, embarazos prematuros que deshojan las flores adolescentes, cientos de pandilleros sin esperanza ni conciencia de su dignidad. Pero, sobre todo, lo más doloroso es la cosecha de millones de niños abandonados en la familia y en la comunidad, los niños golpeados, marginados, castigados, aterrorizados en las escuelas. La turbulencia de la macroeconomía no es la causa de esta cosecha del 2017, es el resultado de la crisis de ignorancia educativa, de los millones de familias disfuncionales, de una espiritualidad en proceso de extinción y que va siendo sustituida por la magia, la codicia del billete y el deterioro progresivo del razonamiento. Los únicos que gozan de una abundante cosecha son los laboratorios que multiplican cada año sus medicamentos para atender las enfermedades físicas y mentales que se producen y reproducen de manera acelerada en el contexto social.

Igual que usted, describo esta miserable cosecha del 2017 con dolor y profunda tristeza. Es la cosecha enferma que hemos cultivado los humanos, muy diferente a la que nos regala la Madre Tierra. Pero también la describo con la esperanza de tomar conciencia del terremoto con que estamos destruyendo “suavemente” las raíces de nuestra naturaleza social: la familia, que no es la célula, sino la savia que nutre de verdad, de valores, de disciplina, de amorosa bondad, de fortaleza en los fracasos y enfermedades, de denuncia de la mentira, de sólida espiritualidad y compromiso, de responsabilidad participativa en la solución de los problemas que nos deterioran lo humano. Esta savia familiar no está muerta en este otoño del 2017, durante siglos ha dado sus frutos y dará muchas sorpresas en el 2018.