Cargos de egoísmo
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Cargos de egoísmo
Por: Luis Bernal
Escritor
Ella todo el tiempo me decía que yo era un egoísta, un copernicano sin remedio. El helado se me derretía y formaba una serie de cauces de chocolate por mi mano. Tienes un problema, le dije, y su respuesta fue: no puede ser que todas las veces que quiero salir a comprar ropa se te antoje quedarte a ver el futbol. Luego siguió: que nunca tiendo la ropa, que siempre vemos series o películas que yo quiero y esas cosas.
Algunas, debo admitir, eran ciertas, pero no sé si son para tanto, ¿captas? Y estamos de vacaciones. En vacaciones se discuten problemas de vacaciones. Puede que yo ya sepa cómo es todo esto, uno se enoja por una cosa mínima y de pronto se percata que también hay otras tantas cosas que le molestan. Todo es mentira, lo único que de verdad le molestó era que cuando me pidió acompañarla de compras le dije que justo ese día jugaba el Tigres. De ahí vino todo lo demás. Total.
Me molesté en un instante y le dije que era muy pinche loca, que aquella vez en el restaurante se puso a gritarle a la mesera porque había olvidado traernos pan. Más egoísta era ella por pensar que estoy todo el tiempo a sus caprichos y de no ser así, es porque el egoísta soy yo. En un instante algo me golpeó el cerebro y acomodó el montón de ideas sueltas que traía. La palabra salvadora llegó casi como pasa en las caricaturas donde un foco se enciende y trae la luz, la maravilla de la mente. Todo era una frase que un día apareció en boca de mi amigo Miguel, ese tiempo cuando yo aún no me largaba de esa ciudad. Ya saben, esas frases que son medio refrán, medio consejo, medio no sé qué mierda, pero que salvan vidas, en ese momento la mía. La dije y ella se quedó mirándome como si todo se hubiese vuelto un cono gigante con nieve gigante. La dije y sonreí, estaba orgulloso. La dije y sentí que todo tenía sentido. La dije y me sonó el teléfono. Pero eso no importa, el teléfono siempre suena cuando no debe. Nos reconciliamos, besos, abrazos, teamos y todo lo demás que viene con reconciliarse.
Un tiempo después anduve por Saltillo. Caminaba sin rumbo y pensaba. Siempre que vuelvo a Saltillo, pienso; así como algunos monjes meditaban en las montañas, yo medito mientras recorro las calles aburridas y grises por mi memoria.
Mis pasos me llevaron, casi sin darme cuenta, a la casa de Miguel. Y ahí estaba él, sencillo como siempre, con el pelo ahora largo y su histórica pipa de madera en la mano, fumaba mariguana, como casi siempre. Hablamos de nuestros trabajos, las vacaciones, las ex locas que había llevado alguna vez a su casa, bla, bla. Y le conté lo que me había pasado, que gracias a su frase mágica que llegó a mi mente en el momento indicado, evité una catástrofe. ¿De qué frase hablas? Esa que dijiste una vez que la policía nos detuvo saliendo de la fiesta del Tomander y no sé qué. Se la repetí. No, ni idea. Es la primera vez que la escucho. Está buena.
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