‘Apoyar’ a los damnificados

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‘Apoyar’ a los damnificados

La iniciativa prendió de inmediato y no solamente porque suena lógica, sino porque el tema forma parte de los múltiples motivos de agravio de la sociedad: presionar al Instituto Nacional Electoral para destinar el dinero originalmente presupuestado para prerrogativas de los partidos, a la creación de un fondo de reconstrucción y apoyo para los damnificados de los sismos.

Nadie –o casi nadie– se atrevería a defender el derecho de los partidos políticos –de cualquier parte del mundo, no sólo de México– a gastarse casi 7 mil millones de pesos en parafernalia electoral, mientras miles de familias se encuentran sufriendo los estragos de una tragedia como la ocurrida en nuestro País por estos días.

Porque si los partidos son indefendibles en condiciones “normales”, pues en las circunstancias actuales, ni hablar: el gasto electoral se vuelve un blanco natural de las críticas y a cualquiera le suena deseable sumar su voz al coro demandante de reencauzar el gasto partidista.

Los promoventes de la idea han logrado una primera (aparente) victoria: todos los partidos políticos se han apresurado a declarar su apoyo a la iniciativa y han ofrecido “donar”, desde el 25 por ciento hasta la totalidad de sus prerrogativas económicas… ¡Y hasta las pautas de radio y televisión!

Nadie, por supuesto, iba a cometer el suicidio de manifestarse en contra de la idea, cuando no han concluido siquiera las tareas de búsqueda de sobrevivientes debajo de los escombros y las escenas de heroísmo de los rescatistas constituyen la crónica de todos los días.

Además, todos los partidos –y sus eventuales candidatos– se encuentran ya a la caza de los votos y mostrarse “desprendidos” sin duda constituye uno de los elementos para quedar bien frente a los electores… la tragedia convertida en oportunidad para tomar ventaja en la carrera presidencial, pues.

Pero como diría Joaquinito –y nuestros políticos saben muy bien–: “las mejores promesas son esas que no hay que cumplir”. Así, luego de haber “quedado bien” con el público y arrancar aplausos, la siguiente fase de la campaña es pavimentar el camino para no entregar un sólo centavo.

¿Cómo es eso? Pues sólo hace falta leer la “letra pequeña” de las declaraciones partidistas para tenerlo claro: la mayor parte de los dirigentes han dicho “sí, claro: nosotros entregamos nuestras prerrogativas, peeeeeeeero…”
 
¿Cuál pero? Pues uno muy sencillo: es indispensable integrar un “fideicomiso especial” para administrar los recursos, porque las instituciones públicas no son confiables y los partidos no se desprenderán de “su dinero” si no cuentan con las garantías necesarias de una adecuada y pulcra administración.

En el siguiente acto, alguien va a proponer la integración de una “comisión plural, interdisciplinaria, independiente, transversal y ciudadanizada” responsable de convocar a foros de consulta y de integrar una propuesta para la conformación del mecanismo a través del cual pueda recibirse el dinero “donado” por los partidos y garantizarse su administración “profesional, honesta, transparente y eficaz”.

De las deliberaciones surgirá una conclusión inevitable: se requiere la expedición de una ley especial para dotar de “certeza jurídica” al mecanismo de apoyo a los damnificados y dicha ley deberá implicar la creación de un organismo independiente al cual encomendarle la grave tarea de convertir las prerrogativas partidistas en apoyos tangibles para quienes se encuentran en desgracia.

Al final –si acaso llegamos hasta allá antes de sucumbir a la vorágine de la carrera presidencial–, surgirá un monstruo burocrático cuyos costos operativos terminarán por depredar los recursos provenientes de la generosidad partidista y nosotros volveremos a la interminable discusión sobre el altísimo costo de nuestra democracia cuyo principal producto es la insatisfacción colectiva.

Pero eso, eventualmente, ni siquiera sería lo peor. Pasada la borrachera con la cual celebraríamos ruidosamente el éxito cívico de haberle quitado el dinero público a los partidos, comenzaríamos a notar cómo la política sufriría una suerte de “privatización” cuyo principal efecto sería uno particularmente nocivo: sólo quien tenga dinero –o poderosos patrocinadores– podría aspirar a conquistar un cargo de elección popular.

Con ello, los grupos parlamentarios en los congresos –por sólo citar un caso– pasarían de ostentar las siglas de los partidos políticos a representar los intereses de las corporaciones transnacionales, de las grandes empresas nacionales e incluso de los grupos delincuenciales, sectores en los cuales se encuentra el dinero para financiar cualquier empresa cuyo propósito sea orientar las decisiones públicas en la dirección de sus intereses.

“Pero al menos no nos costará a nosotros”, dirá enseguida uno de los muchos defensores de la idea de retirarle el financiamiento a los partidos. Y tendrá razón, salvo por un detalle: resulta difícil determinar cuál de las dos realidades resulta más onerosa para quienes menos tienen. Personalmente no estaría muy seguro de pensar en la segunda como una realidad deseable.

¡Feliz fin de semana!
@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx