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Espiar...

La propensión por espiar a los demás acaso constituya un defecto genético en el diseño de los seres humanos. O tal vez sea sólo una tentación extraordinariamente difícil de esquivar; un bocado excesivamente apetitoso como para ignorarlo; e incluso una auténtica necesidad cuando se han conquistado determinadas casillas en el organigrama del poder.

Sea cual sea la razón, la verdad es sólo una: nos encanta husmear en el clóset de los demás y enterarnos de sus secretos. Para algunos se trata apenas de un deporte inofensivo, para otros (los menos, pero los más peligrosos) espiar constituye una herramienta de dominación.

Todos (y todas, para no discriminar) hemos cedido, por una razón o por otra, al impulso de adentrarnos en el terreno privado ajeno. Y seguramente no hay excepciones en eso de haber disfrutado el enfundarnos en el traje de espía… cada quien a su manera, desde luego.

Pero siendo la práctica del espionaje un vicio tan extendido y tan ampliamente disfrutado por tantos, sigue teniendo un pequeño defecto: es ilegal.

No estamos acostumbrados a verlo de ese modo (al menos no en términos generales), pero esa es la realidad: entrometerse en la vida de los demás, sin su autorización, implica violar algunas normas legales. Particularmente cuando el acto de espiar es motivado por razones más allá del mero –¿y sano?– morbo.

Y es todavía más grave cuando el espionaje constituye una acción sistemática, instrumentada por agencias gubernamentales y financiada con los recursos de los contribuyentes. Hay excepciones, desde luego, y éstas se encuentran claramente descritas en el artículo 16 de nuestra Constitución, pero la regla general es muy clara: sólo un juez federal, a quien se hubiera elevado una petición debidamente fundada y motivada, puede autorizar la intervención de las comunicaciones privadas.

En otras palabras: ni las autoridades encargadas de investigar delitos, ni las oficinas de inteligencia del Gobierno, ni el ejército, ni nadie puede decidir, por sí sólo, utilizar cualquier mecanismo para espiar a ciudadano alguno.

Por esta sencilla razón se encuentra plenamente justificada la ola de indignación registrada en la semana, tras difundirse el artículo de The New York Times según el cual el Gobierno de México estaría utilizando un software espía para “vigilar” periodistas, defensores de derechos humanos y activistas anti corrupción.

Como era de esperarse, las presuntas víctimas de espionaje –en particular quienes alinean en las filas del periodismo– salieron a fijar una clara postura en contra de los pretendidos intentos del Gobierno de la República de intervenir sus comunicaciones privadas. El gremio periodístico tampoco tuvo dudas y se unió al coro de reclamos.

Personalmente estoy totalmente de acuerdo con la postura fijada por quienes, de acuerdo de The New York Times, habrían sido objeto, por lo menos, de un intento ilegal de espionaje. Tal acción, desde mi punto de vista, debe condenarse sin fisuras y sin ambigüedades.

Concuerdo también con la posición de escepticismo con la cual ha sido recibido el compromiso del presidente Peña Nieto de investigar la denuncia, sobre todo porque, al menos en un primer momento, la intención presidencial pareció ser la de investigar, ahora sí formalmente, a quienes habían aportado los datos para el trabajo periodístico del NYT.

Tengo, sin embargo, un elemento de matiz en torno al tema: al menos al discurso de los periodistas y los medios de comunicación mexicanos, me parece, le hace falta un compromiso mucho mayor con la posición de condena al espionaje.

Me explico: en México se ha vuelto común, en los últimos años, la difusión de piezas de audio claramente obtenidas mediante la utilización del espionaje. Dichas piezas suelen ser colgadas en el portal YouTube, o enviadas de forma anónima a un medio de comunicación, o a un periodista en específico.

Resguardados en el paraguas del “interés periodístico” de los audios, y pese a su origen claramente ilegal, periodistas y medios no dudan en poner a circular tales documentos y, a partir de ello, incluso demandar explicaciones, exigir cuentas o construir argumentos para el linchamiento público.

Asumo, por supuesto, la existencia de una muy delgada línea entre lo periodísticamente importante y la necesidad de no utilizar documentos obtenidos de forma ilegal para sustentar una pieza periodística. Sin duda se trata de un tema discutible.

El problema, sin embargo, es otro: el gremio periodístico necesita reflexionar respecto de cuáles son los valores a los cuales se suscribe cuando, por un lado condena enérgicamente (y de forma válida, sin duda) la existencia de casos de espionaje en contra de sus miembros, pero por el otro técnicamente festeja la existencia de aparatos de espionaje –públicos y privados– gracias a los cuales alimenta su catálogo de “exclusivas”.

No se justifica, de forma alguna, el espionaje gubernamental. Pero los periodistas haremos bien en analizar si nuestros actos no alientan la existencia del mismo y, acaso, lo normalizan.

¡Feliz fin de semana!

@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx