Breve crónica de los días

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Breve crónica de los días

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El día del voceador se celebra hoy y nuestro colaborador escribe al respecto.

Conocí a Pedro Pánuco, uno de los voceadores más emblemáticos de Saltillo, hacia 1981.

Vendí periódico con él durante los veranos que abarcaron de 1982 a 1989.

Todas las días recorría de madrugada esa calle atravesada por un árbol entre la Colonia Los Ángeles y la Colonia Jardín. 

Íbamos a esperar los primeros periódicos. Recuerdo aquel papel aún caliente de las prensas que nos manchaba el lado interno de los brazos.

No era muy bueno vendiendo: a lo mucho 20 o 30 diarios que repartía entre la Jardín, la Latino, la Cumbres y la Alpes Norte. Colonias que vi construir y aprendí calle por calle, baldío por baldío, casa por casa.

Luego de la jornada, a media mañana, me tumbaba en alguna plaza a leer el periódico entero: así me enteré de una maestra muerta en el transbordador espacial, de un presidente que lloraba por la devaluación del peso, o de nombres raros como Gorbachov, Lech Walessa, Challenger, Solidarnosc o Perestroika.

Mi parte favorita era ver las carteleras de los cines de COTSA.Me sabía los horarios: 3:10: 4:40, 5:50 y 7:15.

Luego de entregar los sobrantes, Pedro me dejaba leer cómics sudamericanos remisos que llegaban en cajas de saldos: Intervalo, Nick Fury, Martin Fierro, El Príncipe valiente, Nippur de Lagash, o aquellas maravillas que eran El águila solitaria, Kalimán o las Novelas inmortales.

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Entre los voceadores había gente muy malhablada, bocas que gastaban las mañanas diciéndose albures. Había dos que destacaban: un padre y su hijo, un niño cuyo nombre no recuerdo, a quien en años recientes me he encontrado uniformado como policía.

Pedro era amable, generoso y muy trabajador. Y en una ciudad de patrones que pagaban tarde o mal, siempre me pagó lo justo. Duró décadas en su puesto frente a la clínica 2 del Seguro Social. Todos los días, incluso los domingos. Pedro ahora está muerto. El puesto lo atiende uno de sus hijos.

A veces me saluda, a veces no. Mi cara se le borra con el fulgor de los autos. Siempre que paso por el V. Carranza creo ver a su padre en esa esquina. Negro bajo el sol, sólo le refulgen los dientes blancos entre la sombra que un eterno mediodía le embarra en el rostro.

En esta época parecerá extraño decir que la primera máscara de lucha libre de mi vida, mi primera obra literaria, mi primer mujer semidesnuda las vi en un puesto de periódicos.

Ese peso tuvo en mi mirada el puesto de periódicos de Pedro.

Dicen que la vida imita al arte. Recuerdo muy bien cuando a principios de los ochenta alguien que llegó a buscarlo para pedirle trabajo, repetía un nombre: preguntaba por "Pedro Páramo".