La quema de Judas
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La quema de Judas
Don Chinguetas y doña Macalota acudieron a la consulta de un consejero matrimonial y le dijeron que su vida sexual era muy aburrida. “Deben ustedes ejercitar la fantasía –les recomendó el terapeuta–. La próxima vez que hagan el amor imaginen que están solos en un barco en medio del mar. Esa fantasía les ayudará a disfrutar el acto del amor”. Una semana después el consejero llamó por teléfono a doña Macalota. Le preguntó: “¿Cómo van las cosas?”. “De mal en peor” –respondió ella, molesta. Inquirió el otro: “¿Hicieron aquello que les dije, de imaginar que iban en un barco?”. “No lo hicimos –contestó doña Macalota–. Mi marido no pudo levantar el ancla”… Don Hiramo salió de su casa para asistir a la reunión semanal de su fraternidad. Sin embargo, regresó poco después. “¿Qué sucedió? –le preguntó su señora–. ¿Por qué vienes tan pronto?”. “Se suspendió la junta –explicó él–. Al Supremo Dragón Dominador Gloria Absoluta del Máximo Poder no lo dejó salir su esposa”… Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, fue con su amiguita al Motel Kamagua. Olvidaron cerrar el grifo del jacuzzi, y el agua empezó a caer en la habitación de abajo. El ocupante marcó el teléfono del cuarto de Afrodisio y le dijo hecho una furia: “¡Cierra ese grifo, pendejo!”. “¿Qué lenguaje es ése? –se indignó Afrodisio–. ¡Sepa usted que en mi habitación hay una dama!”. Respondió el otro: “¿Y qué crees que hay en la mía, imbécil? ¿Un pato?”… La película era por demás interesante. En aquella escena la bella protagonista empezaba a quitarse la ropa, pero en el momento en que se iba a despojar de la prenda que cubría su doble atractivo pectoral pasaba un tren y ya no se veía nada. Babalucas se disgustaba mucho. “¡Carajo! –decía con enojo–. ¡Ya van seis veces que vengo a ver esta película, y siempre en el momento más interesante pasa ese desgraciado tren!”… No sé si la costumbre subsista en algún lado; en mi ciudad ya ha desaparecido. Me refiero al uso de quemar Judas el Sábado de Gloria. Se hacían figuras grotescas de papel, como piñatas; la gente las colgaba en una esquina y les prendía fuego. Aquello era un simbólico castigo al apóstol traicionero. En ocasiones el pueblo cobraba venganza de algún mal gobernante, y daba su efigie al monigote que se incineraba. Si las quemas de Judas se restablecieran, y si a cada uno se le pusiera la figura de un funcionario corrupto, tengamos la certeza de que no habría esquinas suficientes en todos los pueblos y ciudades del país para colgar y quemar a tantos Judas…. Grandpitol, robusto campesino francés, asistió en París a un teatro de burlesque. Al terminar la función le dijo a la encargada de la guardarropía: “No encuentro mi sombrero”. “Monsieur –le responde la demoiselle–. Lo trae usted colgado ahí abajo”... Don Usurino Matatías era un hombre cicatero, avaro, sórdido, tacaño, mezquino, miserable, manicorto, roñoso, agarrado, cutre y ruin. Cierta mañana estaba leyendo el periódico en el café y de pronto profirió una fuerte palabra altisonante. “¿Qué sucede, Usurino?” –se alarmó su compañero de mesa. “¡Mira! –contestó hecho una furia el avaricioso sujeto al tiempo que le mostraba el diario-. ¡Todas las medicinas al 50 por ciento, y yo con esta maldita salud!”… El doctor Wetnose, ginecólogo, se sorprendió al examinar a aquella paciente: tenía las bubis largas, largas, como listones. Le preguntó lleno de asombro: “¿Por qué tiene usted así los senos, señora?”. Explicó la mujer, apenada: “Es que mi marido acostumbra acariciármelos todas las noches”. Opuso el facultativo: “Muchos maridos acostumbran acariciar los senos de su esposa, y ellas no los tienen así”. “Es cierto –admitió la señora–. Pero es que mi esposo duerme en otro cuarto”… FIN.