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Epígrafe: Nos iremos borrando
Para leer los poemas nahuas que desde hace décadas el maestro Miguel León-Portilla ha venido rescatando -y reconstruyendo y traduciendo al castellano- de los escombros que dejó no sólo la detractora Conquista sino también las disensiones que hubo entre el centralista y tiránico México-Tenochtitlan y los reinos circunvecinas, como Texcoco, Huejotzingo, Chalco, Tlaxcala y otros, es necesario ajustar la lente de nuestra percepción y nuestro “modo de lectura”.
Así como es difícil leer una novela de la misma manera que una obra de teatro, o un cuento que un ensayo de Montaigne, y como no podemos leer de igual modo los poemas de Fernando Pessoa que los de Paul Celan, tampoco nos es posible entrar en el mundo de esos poetas/príncipes/pensadores como Nezahualcóyotl, Cuacuauhtzin, Axayácatl o Tecayehuatzin (entre los quince que hasta ahora ha descubierto León-Portilla) sin acomodar nuestros sentidos, nuestra concepción de la vida, de la historia y de la poesía.
Como resultado del mestizaje, somos hijos lo mismo de Cortés y La Malinche que de Carlota de Bélgica y Emiliano Zapata, es decir, somos depositarios de una multiplicidad cultural y de un modo de pensar europeizado y, desde hace más de un siglo, gringo; a esto hay que añadir los matices hebraicos y orientales que enriquecen nuestro caleidoscopio. Pero como mexicanos pareciera que no conocemos, cual se supondría, nuestro propio pasado.
Es necesario realizar un pequeño esfuerzo y un ejercicio de “imaginación histórica” para reconstruir en el inmenso escenario de nuestra mente la compleja estructura de las civilizaciones precolombinas: hay que recordar que en ese pretérito “nuestro” no todo fue Tenochtitlan. Sin embargo, cuando nos acercamos a estos poetas, conocidos o anónimos, las puertas de su mundo se abren para nosotros, gracias precisamente, a la poesía y al arte, ahora tan desdeñados, tan prostituidos por el mercado, tan amañados por las instituciones culturales oficiales y hoy tan “hipermodernos”, diría Lipovetsky.
Además de otros géneros poéticos, fue recurrente en lengua náhuatl aquel que se ocupaba de ciertos temas de carácter metafísico (“icnocuícatl”: “cantos de privación”). El tiempo, la muerte, la Divinidad: en el fondo, los temas que encontramos en todas las culturas del mundo, antes y después de los siglos XV y XVI, durante los cuales vivieron los poetas mencionados. Después de un siglo de esplendor y poderío aztecas su ocaso llegaría con la irrupción de los españoles, para los cuales aquella ruina significaría una nueva aurora en España.
Pero imaginemos este orbe antes de la destrucción, el colapso y el genocidio que “en el nombre de Dios” perpetraron esos españoles. Pensemos en el quetzal, la turquesa, el jade, el zoológico de Nezahualcóyotl, los atabales, las chirimías, las conchas de tortuga, Moctezuma Ilhuicamina, el ave de cuello de hule, “la flor y el canto” de los diversos señoríos nahuas, herederos de las antiguas civilizaciones teotihuacana y tolteca. Retraigamos nuestra imaginación un siglo antes de 1519 e instalémonos en alguna de las ciudades del antiguo Valle de México, si no es que en la propia majestuosa Tenochtitlan, ante la cual los españoles dejaron colgado su estupor… y su ambición.
Alguna vez, entonces, según León-Portilla (“Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares”, FCE, México, 8ª edición, 2015), el tlatoani de Huexotzingo –Tecayehuatzin- reunió en su palacio a los príncipes poetas de otros señoríos, no partidarios de la política “místico-guerrera” de los aztecas, para hablar nada menos que de la importancia de la poesía como una forma de conocimiento y como una indagación del ser, de la vida y de la Divinidad.
Pero se necesitan ojos limpios, despojados de la actual polución retórica para enfrentarse a unos poemas que, con su propia verdadera retórica, nos hablan desde un idioma que en México ya no es el de la mayoría y al que, paradójicamente, debemos acercarnos a través de una traducción. Como sea, algo nos llega después de ese viaje lingüístico:
“Como una pintura / nos iremos borrando. / Como una flor, / nos iremos secando / aquí sobre la tierra. / Como vestidura de plumaje de ave zacuán, / de la preciosa ave de cuello de hule, / nos iremos acabando…”, dice Nezahualcóyotl en su célebre poema, y pareciera que a través de estas palabras escuchamos a los antiguos, a aquellos que compusieron “danzas de la muerte” en la Baja Edad Media, a los renacentistas, a los barrocos, a los metafísicos, a los románticos y a algunos de los grandes poetas contemporáneos.
La idea de un Dios no sólo indiferente a los infortunios de la humanidad sino, peor aún, la concepción de un Dios para quien su creación es motivo de hilaridad y de chanza: esa suerte de “herejía” encontramos en este poema que León-Portilla rescata de los “Cantares Mexicanos”: “El Dador de la vida se burla: / sólo un sueño perseguimos, / oh, amigos nuestros, / nuestros corazones confían, / pero él en verdad se burla…”
Lo interesante aquí es encontrar la noción de un Dios único, como el de los antiguos toltecas -así seamos motivo de su escarnio. La imagen del sueño es otro hallazgo que veremos repetido una y otra vez en los cantares, poemas y poetas nahuas: “¿Acaso hablamos algo verdadero aquí, Dador de la vida? / Sólo soñamos, sólo nos levantamos del sueño. Sólo es como un sueño… Nadie habla aquí la verdad…” De esto al “dormir” de Lázaro en la Biblia, al sueño de la vida calderoniano o al sueño de Quevedo como “muda imagen de la muerte” no hay sino un paso, pero un paso complicado