Estamos podridos
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Estamos podridos
La peor parte de tener un problema es negarse a reconocerlo, pues tal es el impedimento fundamental para realizar el diagnóstico del mismo y, a partir de ahí, explorar las rutas para resolverlo.
Ignorar la existencia del problema no lo resuelve ni lo hace desaparecer. En el mejor de los casos implica mantener su presencia y consecuencias, pero como el mundo ideal no existe, casi siempre ignorarlo implica permitirle evolucionar y producir efectos crecientemente nocivos.
Pero asumir su existencia es, por regla general, la parte más difícil, pues el reconocimiento viene acompañado, de forma obligatoria, de la enumeración de nuestros yerros, de nuestros fallos, de las omisiones personales o colectivas gracias a las cuales el problema se incubó en primera instancia.
Por eso nos resistimos. Por eso intentamos diferir el diagnóstico y barajamos –en vano y a sabiendas– otras alternativas, otras fórmulas a cuyo influjo el mal pueda ser soslayado, encapsulado, aislado de nuestra realidad sin la necesidad de reconocerle y enfrentarle.
Es nuestro monstruo, nuestra creación deforme y contrahecha. Por eso preferimos no verle, ni siquiera de soslayo, deseando con intensidad la ocurrencia de un milagro gracias al cual desaparecerá incluso de nuestra memoria. Porque además, si logramos olvidarlo, entonces nunca existió.
Eso nos pasa con el tiroteo del miércoles en Monterrey, en torno al cual se ha levantado la más impresionante muralla de hipocresía de la cual hayamos sido capaces –al menos en los últimos tiempos– los mexicanos, al demandar, desde múltiples frentes y con una eficacia pocas veces vista, la no difusión del video de la masacre a través de los medios de comunicación.
Todo mundo ha visto las imágenes a estas alturas. Quien no las ha visto es sólo porque no lo ha querido, porque se ha negado a ver unas imágenes cuya contemplación resulta devastadora.
Por respeto a las víctimas, por respeto al proceso legal, por respeto a los códigos de ética, se ha dicho, los medios de comunicación no deben difundir esos 74 segundos de video filtrados a los pocos minutos de ocurrida la tragedia y, a estas alturas, almacenados en los teléfonos celulares de todo mundo.
La pregunta resulta obligada: ¿se formularía la misma exigencia –incluida la severa advertencia de nuestro Secretario de Gobernación– si los hechos hubieran ocurrido en una escuela de los Estados Unidos o de cualquier otro país del mundo?
La respuesta, la sabemos todos, es no. Probablemente se habrían registrado algunas voces planteando –con la ausencia argumentativa de siempre– la inexistente relación lineal entre la exhibición de la violencia y su multiplicación, pero no este auténtico acto de censura previa cuya eficacia debe convocar a reflexión, sobre todo a los periodistas.
Lo aclaro para no generar interpretaciones distorsionadas: no estoy defendiendo el morbo ni suscribiéndome aquí a la corriente amarillista del periodismo. Lejos de eso estoy tratando de poner el punto sobre la i adecuada: el hecho de convocar con tal severidad a los medios de comunicación a no difundir las imágenes de lo ocurrido, mientras el video corre como reguero de pólvora a través de las redes sociales, es una actitud cuya naturaleza deberíamos ocuparnos de analizar.
Ya nos instruirán los psicólogos sociales respecto del significado de esta actitud dicotómica, pues difícilmente erraremos si pensamos en la siguiente posibilidad: quienes con mayor vehemencia se oponen a la reproducción del video a través de los medios, seguramente ya vieron las imágenes.
–Pero permitir su difusión a través de los medios implica ponerlo al alcance de los niños –dirá alguien para quien los hechos del miércoles pasado son insuficientes para acceder a la cruda realidad: justamente lo ocurrido en el Colegio Americano del Noreste demuestra de forma demoledora el tamaño de la brecha comunicacional entre nuestros hijos y nosotros.
Insisto: no estoy defendiendo el morbo. No me interesa la exhibición de las imágenes de éste ni de ningún otro acto de violencia. No soy fan de los periódicos sensacionalistas y siempre me pareció vomitiva esa icónica publicación del periodismo basura del México de los años 80: la revista Alarma!.
Mi punto es otro: al esgrimir falsos argumentos –legales y periodísticos– para impedir la difusión de imágenes ya vistas por todo mundo estamos cometiendo el peor de los pecados: estamos tratando de ignorar la realidad circundante negándonos a aceptarla como un hecho concreto.
Todos desearíamos, desde luego, considerar esto sólo una pesadilla, pues no resulta concebible como parte de nuestra cultura. La mala noticia es, por desgracia, muy distinta: la violencia más irracional ha llegado hasta nosotros y se ha revelado, como siempre lo hace, de forma abrupta, arrojándonos a la cara la cruda realidad: estamos podridos y ni siquiera habíamos notado el hedor.
(¿Cómo desear así un feliz fin de semana?)
@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx