Don Toño, el rostro del hambre en San Antonio de las Alazanas en Saltillo

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Don Toño, el rostro del hambre en San Antonio de las Alazanas en Saltillo

Foto: Vanguardia/Roberto Armocida
A sus 60 años el cuerpo lo ha comenzado a traicionar y la oportunidad de trabajar se ha nublado cada vez más, igual que su vista.

Dentro de Antonio López siempre hay una voz retumbando: la del hambre.

Una grabadora sobre el suelo, llena de telarañas es lo único que en el pasado le ayudaba a olvidar el hueco permanente en el estómago. Con temperaturas bajo cero por llegar, escuchar alabanzas de fondo es lo último que le preocupa; a sus 60 años el cuerpo lo ha comenzado a traicionar y la oportunidad de trabajar se ha nublado cada vez más, igual que su vista.

La postal de un hombre entrando por la puerta de la fonda se repite cada semana. Las manos de don Toño han suplido su vista, y a pesar del clima la piel del sexagenario se mantiene tersa por el uso constante del tacto como guía con todo lo que le rodea. 

Con la mano por delante palpando el mosquitero para abrirse paso entre el humo de los desayunos recién cocinados, don Antonio camina hacia el lugar que le asignen para comer sin pagar, así obtiene el alimento fuerte de la semana.

Los demás días, Don Toño, como le dicen en San Antonio de la Alazanas, se resguarda en las cuatro paredes de adobe; a veces el frío lo hace irse hacia el patio de lodo donde prende un anafre y se calienta con pedazos de cartón, son más fáciles de encontrar que los leños.

Puede ser un ambiente de paz para cualquier turista que pase por el ejido, pero representa una realidad muy diferente para don Antonio, que a sus 63 años habla poco, pero cuando lo hace combina tintes infantiles y rachas de sabiduría.

Huérfano desde hace 15 años, aprendió a ser independiente cuando su mamá falleció; el mundo no se le cerró y de lo poco que aprendió observando a su papá, comenzó la talacha hasta que una “mancha en el ojo” se interpuso en el camino.

Las personas a las que les trabajaba terminaron por descubrir su “defecto” y dieron por terminado su trato, desde entonces ha sido rechazado más de seis veces al buscar trabajo.

Durante un época se mantuvo deshierbando terrenos, pero la desconfianza se apoderó de él con una caída, desde entonces, temor y estigma por su mal lo han alejado del dinero seguro.

Así fue como a don Toño lo acercaron con un “hermano” de Estados Unidos que acostumbraba ayudar a personas de bajos recursos en San Antonio de las Alazanas; frijol, arroz, aceite y huevo no faltaron en el cuarto de adobe durante un largo tiempo.

Foto: Vanguardia/Roberto Armocida

Antonio se abrazó a la fe. Por muchos años la alimentó con una grabadora regalada y casettes de alabanzas, hasta que un chillido anunció la agonía de su única distracción; a pesar de que ya no tiene música de fondo para cantar, las bendiciones a quien lo ayude, siguen presentes.

Un día en la vida de Antonio es así: se levanta a las 09:00 horas y sale a pedir para un pan, si en el camino no se encuentra reproches por la actividad, come, si le cierran las puertas a una caridad, se regresa a su casa a mitigar el frío y esperar a que el hambre pase. La mayoría de las veces es así.

La idea de tener un animal para cuidarlo y de ahí mismo obtener alimento, no le parece buena. “Si no me mantengo yo, si no puedo cuidarme yo, ¿cómo voy a cuidarlo?”, dijo don Toño. 

Ni idea

Don Antonio no recuerda siquiera cuándo fue la última vez que visitó a un doctor, lo único que sabe con certeza es que por más que se talle, la mancha del ojo no se va.

Hasta el momento no cuenta con seguridad social ni un hogar seguro; el cuarto donde duerme se encuentra en un terreno que cuida a una dentista; la ayuda que el licenciado “Miguel” reparte a otras personas en estado vulnerable en el lugar, no llega para don Antonio. La última vez que se acercó a pedir apoyo para subsistir, el mismo profesionista le habría asegurado no tener tiempo para atenderlo.

 

Marginación. Don Antonio vive de la caridad de los vecinos; ya casi no ve y está en el más completo desamparo. / Roberto Armocida

Un vistazo
Una cobija sobre un colchón maltratado y un sillón húmedo, son las “armas” con las que planea enfrentarse a las temperaturas congelantes de San Antonio.

En su alacena se puede encontrar una hilera de botellas de refresco rellenas con agua de lluvia, es todo. No vive al día porque carece de una fuente de empleo, una y otra vez cada mañana pasea por las calles y va con sus vecinos repitiendo lo que más le duele: “¿Me da para un taco?”; se arrepiente de pronunciar la frase cuando le reprochan que se busque trabajo, pero es un alivio cuando alguien le comparte un plato para comer. 

Un Mickey en la sudadera es lo único sonriente en el semblante de nuestro personaje; desconfiado de quien se acerque o le haga preguntas, más por orgullo que por malicia. El sexagenario confesó que no sabe leer ni escribir, pero sí contar y confía en que con una bolsa de dulces pueda comenzar a producir efectivo. 

Aferrado a vender dulces para comprar su primera cobija y alimentarse, el único “pero” en contra que Antonio enfrenta son los frentes fríos por llegar, pero confía en sus ganas de trabajar y terminar con la voz que lo acecha las 24 horas del día: mitigar el hambre, ignorar su mancha y poder sobrevivir un año más.