La institucionalización de la Revolución

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La institucionalización de la Revolución

Como sabe cualquiera que haya cursado tercer año de primaria, la raíz profunda del rock está en el blues.

En su forma más pura, el blues es el dolor del pueblo africano que fue brutalmente arrancado de su lugar de origen para servir en la más humillante esclavitud desde la colonia norteamericana y hasta hace no mucho.

No le hace sombra ni el tango, ni el vallenato, ni siquiera la ópera. No hay pena más sentida ni mejor cantada que el blues y para interpretarlo –allí sí– hay que ser necesariamente negro, porque el sufrimiento que se le tiene que imprimir no es algo que se pueda aprender y mucho menos fingir, pero es sin duda algo que se releva en forma generacional.

Como el hombre blanco no se podía quedar excluido de este portento musical, lo descafeinó y endulzó para poderlo asimilar, inventando así a Elvis.

Aquello fue la locura, pero al menos sirvió en un principio como movimiento contestatario y voz de una generación que buscaba romper con un modelo de civilización que culminó en dos guerras mundiales.

El rock le dio luz verde a todo el potencial creativo de la juventud que –entre excesos y drogas– se dio el lujo de experimentar y llevar ese sonido por todas las vertientes posibles. De lo más satánico a lo más fresa y de lo más rústico hasta las más elaboradas fantasías psicodélicas.

Por ello, a una amplia variedad de corrientes se les denomina en forma genérica “rock”, aunque no forme estrictamente parte del tallo del rock and roll que está enraizado en el blues y que ya comentamos.

Por curioso que parezca, aunque el rock por definición se oponía a la moral y los valores establecidos, el corporativismo en vez de luchar contra ello (lo que debió ser una primera reacción natural), decidió mejor producirlo en serie: grabarlo, envasarlo y distribuirlo para su masificación.

Y es que en lugar de pelear contra un movimiento popular, lo mejor es imprimirle unas camisetas con sus consignas y vendérselas.

El rock alcanzó su máxima degradación con la generación MTV y su interminable desfile de bandas “glam”: niños guapos, rubios, greñudos, vestidos por la misma modista, pero con un talento musical muy discutible y una profundidad poética digna de Paulina Rubio.

Lo importante aquí es que reparemos en ese arco de ironía: cómo una voz genuina, una manifestación honesta, que se alza en contra de la opresión, termina al cabo de unas décadas convertida en un producto del cual el mismo esclavista ostenta la patente y la explota volviéndolo todavía más rico y poderoso.

El opresor tiene montada una maquinaria perfecta que lo devora todo, incluso las expresiones de insurrección y las transforma en cultura chatarra lista para su consumo. Hay al menos que reconocerlo: es tan genial como perverso.

El sistema (entiéndase por ello a los más altos intereses políticos en contubernio con la industria del entretenimiento) se la aplicaron por lo menos dos veces más a los afroamericanos, tanto con el soul (que derivó en la ominosa música disco), como con el rap (del que se nutren subgéneros vomitivos como el reguetón), ambos surgidos como voces del inconformismo afroamericano y convertidos en mamarrachadas para el esparcimiento más chabacano de sociedades enajenadas.

Algo parecido ocurrió en nuestro país con la Revolución Mexicana, una lucha política y agraria que costó un millón de vidas.

De haber triunfado los ideales que pregona el libro de texto en su capítulo concerniente a la Revolución, sería México muy distinto. Desgraciadamente los vencedores no fueron los Juanes ni sus Adelitas, sino un puñado de familias que desde el Virreinato ocupan la cúspide de la pirámide social y un puñado de caudillos que hicieron  efectivos todos los reclamos del pueblo, sí, pero nomás para sí mismos.

Lo cabrón y truculento es que, a pesar de que el pueblo no recibió nada a cambio de su sacrificio, se le enseñó a venerar el mito de la Revolución Mexicana como si de verdad le debiera algo a dicho movimiento. Ahora, el mexicano tiene un altar más al cual rendirle tributo cada año en estas fechas.

La Revolución dejó de ser una insurrección popular, se le despojó en cambio de su auténtico significado, se convirtió en un cuento de Disney y se institucionalizó.

Siendo que en cualquier lugar del mundo, momento histórico o contexto, “revolución” es sinónimo de lucha, de disidencia y de violenta oposición a lo establecido; la revolución nuestra en cambio es aletargada, burocrática, sauria, antediluviana.

Y regresó en la forma del partido único y verdadero, el tricolor, y será el suyo un reinado de mil años de los que, como no queriendo, nos echamos ya los primeros 100.

Una vez más, lo remarcable es cómo el dolor de un pueblo se lo apropió alguien más y lo convirtió en divisa para usufructo de aquellos mismos de quienes dicho pueblo buscaba emanciparse.

Es brillante, monstruosa pero brillante, la forma en que  “The Man” desarticula cualquier esfuerzo por deponerlo y, luego de hacer fracasar a estos intentos, les da una revolcadita para ponerlos a trabajar en su propio beneficio.

El rock constituye un robo postrero a alguien a quien de hecho se le quitó todo (su tierra, su libertad, su destino, su nombre, su religión, todo); mientras el PRI, que registró como de su propiedad el nombre de “La Revolución”, no es sino la más despreciable traición a todos los sueños, ideales y aspiraciones de la gesta de otra nación igualmente desposeída.

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