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Mala broma, la muerte
La Secretaría de Educación Pública casi obliga a las escuelas de educación básica a celebrar el “Día de los Muertos” instándolos a construir “altares” funerarios que deben poseer tales o cuales características y en cuya elaboración tienen que utilizarse ciertos materiales, colores, objetos y demás. Todo esto, a pesar de que la concepción de la muerte, en México como en cualquier parte del mundo, es tan diversa.
Ese afán oficial por “mantener viva la tradición” resulta, en muchos sentidos, patético. Porque dicha “tradición” ni siquiera tiene una raigambre verdaderamente nacional. En el norte, por ejemplo, no se celebra a la muerte como se hace en otros puntos del país. El día de los muertos podrá ser conmemorado de manera muy colorida y muy festiva en otras latitudes de la República; no es así en el norte de México. Para nosotros, el desierto y sus ocres; para el sur, la pletórica naturaleza, ya bastante minada, por cierto.
La muerte, sin embargo, seguirá siendo para todos el gran misterio. ¿Los mexicanos nos reímos de la muerte? No lo creo. Si así fuese, los hospitales no estarían abarrotados de personas que desean vivir a toda costa, aunque se les haya diagnosticado una enfermedad terminal. Y si así fuese, no lloraríamos tanto por nosotros mismos cuando perdemos a alguien que amamos mucho.
No nos creamos demasiado la versión funeraria que nos presenta la última película de James Bond. Esos desfiles carnavalescos y exultantes se parecen mucho a la música “mexicana” que escuchamos en algunas caricaturas elaboradas en los EU. La espectacularidad del cine tiende, a veces, a distorsionar la verdad. Ése que vemos en tal filme no es México; se trata sólo de un México inventado por los realizadores. Hay más de México en “Bajo el volcán”, del inglés Malcolm Lowry, que en cientos de películas con “atmósfera mexicana”.
Parece que muchos extranjeros ponen más empeño en subrayar hasta el exceso algunos rasgos de la cultura mexicanos que los propios mexicanos. Cuestión de identidad, supongo: siempre es así. Para acentuar su singularidad los grupos sociales suelen tender a exageración y a la extravagancia; lo importante es no parecerse a otro grupo, “porque somos únicos”.
Pensemos en la danza folklórica. ¿De veras creemos que en las comunidades populares se baila como lo hace el Ballet Folklórico de Amalia Hernández? ¿De veras creemos que esos “pasos” intrincados de polka “norteña” son “norteños” y que éstos bailan así en las fiestas de las humildes y polvorientas comunidades, alejadas de la gran urbe? Claro que no. Eso no es sino un espectáculo para turistas o una ¿explicable? obstinación identitaria. Los verdaderos norteños andan en otras cosas, especialmente en la supervivencia, como el resto de los mexicanos. Y cuando bailan lo hacen –y lo hacían- de otra manera, asumiendo –acaso sin saberlo- la herencia germana y checa que recibimos a través del género.
El culto que los mexicanos rendimos a la muerte es ahora “patrimonio intangible de la Humanidad”, según la UNESCO. Pero cultos similares, y aún más elaborados, ¿no se celebraron en la más remota Antigüedad? “Patrimonio cultural de la humanidad” debiera llamarse a todo lo construido por la mano y el pensamiento del hombre en este planeta. Ahora bien, si se trata de fomentar la llamada industria sin humo, todo es válido. Nombremos “pueblos mágicos” a Nueva York y a Los Ramones, N. L.
Hoy hemos perdido un tiempo precioso de clase gracias a la celebración del día de los muertos. La escuela entera –hablo de Camporredondo- fue convertida en un “altar” en cuya construcción se despilfarraron otros tantos días de clase. Esta mañana medio mundo andaba por ahí, disfrazado de esqueleto, de catrina, de bailarín folklórico ¿norteño? y de otras tantas figuras estereotípicas, fusionando, como siempre, la fiesta de Halloween con “nuestro” día de muertos.
Los pocos alumnos que estuvieron presentes en el aula y este profesor que ahora escribe dedicamos un tiempo a la revisión sintáctica de unos textos escritos por ellos y al interrumpido comentario crítico de “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, de R. L. Stevenson: todo, acompañado por la tertulia “funeraria” que se llevaba a cabo en el jardín de la escuela. Cuando la fiesta vino a aposentarse justo a las puertas de nuestro salón de clases, tuve que pedir que detuviésemos los comentarios, pues la polka que algunos chicos celebrantes bailaban, eso sí, con muy buena voluntad, casi podía escucharse hasta el estadio de beisbol.
Me pregunto si esto sucede en las escuelas de educación básica, si el tiempo se pierde de manera tan inconsciente, bajo la justificación institucional, claro, de que se participa en el mantenimiento de “una tradición muy nuestra”. Pero, ¿de verdad es “tan nuestra” esa manera de celebrar la muerte y el día de los muertos? ¿No hay en esto algo de aquella pueril necesidad de distinguirse de los otros, cueste lo que cueste?:
“Miren, habitantes del mundo entero, vuelvan los ojos hacia México: ningún país conmemora a sus muertos como este pueblo tan singular y colorido. Miren sus ofrendas, sus indios, sus pobres, sus veladoras encendidas, sus procesiones, sus máscaras, sus exóticos altares atestados de flores y piezas de cerámica y alimentos varios y “pan de muerto”. Miren la fotografía del fallecido a quien se ofrece este ritual, sus prendas de vestir, su bebida y sus cigarrillos favoritos. ¿No es “maravilloso”?
La Secretaría de Educación, en contubernio con Televisa y TV Azteca, montan todo este aparatoso tinglado para satisfacción de las masas, y por supuesto, para “preservar una tradición mexicana que por ningún motivo debemos dejar morir”. En pocas palabras: estos emporios televisivos capitalizan esa tradición que sobrevive en la mitad del país y pretenden embutirla en el norte de México a fuerza de empalagosas reiteraciones institucionales y mediáticas. Esto es: hay que detener el tiempo porque las tradiciones no deben extinguirse. O bien: las tradiciones no deben extinguirse, ergo, es necesario detener el tiempo. Lógica descabellada, sí, pero bastante rentable… para algunos magnates.
Como nada sabemos acerca de lo que sucede más allá de nuestra muerte, estas manifestaciones pueden ser todo lo interesantes y folklóricas que se quiera, pero siempre, siempre, se quedarán de este lado de la vida. Y desde este lado -del lado de los vivos- son susceptibles de comentario y de algún tipo de análisis, cuando de estos fenómenos se ocupan estudiosos de verdadera categoría. El proceso de putrefacción y lo que sigue a esto es ámbito, supongo, de la química, la física, la microbiología, no sé. Los tres estadios me parecen apasionantes: la vida orgánica –inteligente o no-, la muerte y la descomposición molecular de un ser vivo, y por supuesto, eso que la gente suele llamar “el más allá”, es decir, los sucesos de “ultratumba”, si los hay. Recuerdo aquí la obra monumental del francés F. R. Chateaubriand (/chatobrián/ 1768-1848), “Memorias de ultratumba”, no porque hayan sido escritas en el “más allá”, sino porque el autor pidió que se publicaran “más allá (después) de su muerte”.
Por lo demás, y fuera de la arbitraria distinción entre el norte y el sur de México, la fiesta del día de muertos no deja de ser una sugestiva e interesantísima manifestación de nuestra cultura –tan sincrética como muchas otras. El problema surge cuando esto se convierte en un pretexto más para reducir las actividades académicas y hasta laborales, pues si a esta conmemoración sumamos otras tantas que auspician “puentes” y “largos fines de semana” entre nosotros, resulta que por festejar esto o aquello dejamos de hacer lo que pudiéramos hacer para desembarazarnos del perenne estigma de ser un “país en vías de desarrollo”.
Expresiones, rituales y figuraciones de la muerte han existido desde que sabemos que somos mortales, es decir, casi desde el principio. Nuestra artesanía, nuestro arte prehispánico y las artes de otras latitudes –Egipto, Mesopotamia, Europa…- ofrecen muchos ejemplos de esta obsesión.
Son célebres poemas como los de Nezahualcóyotl, la “Danza de la Muerte” medieval en España y en otros países europeos, muchos romances y corridos, la sombría “Décima muerte” de Villaurrutia, la “Muerte sin fin” de Gorostiza y muchos otros. La muerte y el amor son, de hecho, dos de los grandes temas del arte. Ellos y el erotismo constituyen un triángulo inquebrantable. “Amor constante más allá de la muerte”: así se llama uno de los grandes sonetos del barroco español Don Francisco de Quevedo. Y siglos antes, Jorge Manrique escribió uno de los poemas más tremendos de la poesía mundial: “Coplas a la muerte de su padre (Don Rodrigo Manrique)”.
Será durante el Barroco cuando encontremos muestras señeras de arte funerario expresadas en idiomas depuradísimos. Lo habían hecho ya las grandes culturas de la Antigüedad, y en algún sentido, el Barroco y otras corrientes deben a ellas su inmensa capacidad para expresar la angustia, la incertidumbre, el desasosiego y la zozobra que provoca en nosotros la insoslayable certeza del morir. De ellas, digo, son deudoras estas corrientes, pero también otras posteriores que, oponiéndose a los cánones clásicos, creyeron inventar formas nuevas de decir lo que se ha dicho desde hace mucho tiempo. El arte conceptual, por ejemplo, es, a veces, capaz de tender puentes entre esta desencantada y tenebrosa posmodernidad y cierto periodo del antiguo Egipto o la Grecia negra, aquella que Nietzsche pudo atisbar en “El origen de la tragedia”.
Ya que ha surgido el nombre de Quevedo, aprovechemos la ocasión para citar su casi cinematográficamente surrealista descripción de la muerte. Aparece en uno de sus “Sueños”, justamente en aquél que llamó “El Sueño de la Muerte”. Así la describe el poeta:
“En esto entró una que parecía mujer, muy galana y llena de coronas, cetros, hoces, abarcas, chapines (zapatos de mujer del siglo XV), tiaras (tipo de corona), caperuzas, mitras, monteras (sombrero), brocados (seda ricamente bordada), pellejos, seda, oro, garrotes, diamantes, serones (cesta grande), perlas y guijarros. Un ojo abierto y otro cerrado, vestida y desnuda de todas colores; por el un lado era moza y por el otro era vieja; unas veces venía despacio y otras aprisa; parecía que estaba lejos y estaba cerca, y cuando pensé que empezaba a entrar estaba ya a mi cabecera. Yo me quedé como hombre (al) que le preguntan qué es cosi y cosa, viendo tan extraño ajuar y tan desbaratada compostura. No me espantó; suspendióme, y no sin risa, porque bien mirado era figura donosa (gallarda)”.
Si nos pusiéramos doctos, haríamos un estudio comparativo entre esta estrafalaria figura de la muerte y la estampa de la Catrina, de nuestro José Guadalupe Posada, a partir de la cual, años después, Diego Rivera pintaría la suya en el célebre mural “Domingo en la Alameda”, cuyo nombre completo es, paradójicamente, “Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central”… He aquí, por cierto, otra sociedad indisoluble: el Sueño y la Muerte.
Como en todos los “Sueños” de Quevedo, en el “de la Muerte” hay tumultos, pero las figuras centrales del relato son ella misma y el narrador –Quevedo-; el mural de Diego también es tumultuoso, aunque la gran protagonista no es otra que la Catrina, es decir, la Muerte. Sí, la Muerte y, como en “Las Meninas” de Velázquez, el propio Diego-niño; a sus flancos y tras ellos se despliega México y su abigarrada simbología, incluida Frida Kahlo y la corpórea ideología comunista del pintor.
La Muerte de Quevedo es estrafalaria, especular, ubicua; la de Rivera, un adefesio literalmente esquelético que viste con una desvaída elegancia anacrónicamente afrancesada, lo que quiere decir: porfiriana. ¿Cómo vemos a la Catrina del grabador Posada, como una parodia o como un homenaje? No importa decidirse por esto o por aquello: toda parodia es un homenaje, como el/la que, también de la Muerte, hace Bergman en su película “El séptimo sello”.
Podríamos tratar de comparar otras imágenes mortuorias sólo por el placer de buscar diferencias o similitudes. Pero como ni pretendo ser docto ni esto es una tesis académica que deba presentar ante un sínodo de expertos, conformémonos hasta aquí y por lo pronto únicamente con el placer de descubrir rasgos, características, peculiaridades, caracteres y hasta estilos… mientras estemos vivos.