Cenizas de hoy y cenizas de siempre

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Cenizas de hoy y cenizas de siempre

En el mundo del presente cotidiano que apenas llega y se acaba al día siguiente, “lo efímero” es el principal protagonista. Las noticias de hoy, mañana pierden novedad, se extinguen destronadas por las nuevas del día siguiente.

La novedad de una campaña política se vuelve un vejestorio con el triunfo de un candidato. Las especulaciones y las proféticas estadísticas se vuelven polvo ante los resultados; y los resultados a su vez se vuelven especulaciones que se irán diluyendo en cuanto se asome el mañana.

Un ejemplo de lo efímero de lo presente y de lo inesperado del futuro es el triunfo de Donald Trump. El señor fue una efímera sorpresa, desdeñada en el principio y creciente con los meses de campaña. Hasta las últimas horas era considerado un efímero candidato (a pesar de que mantuvo un 40 por ciento de simpatizantes que nunca fueron efímeros). Hoy es un “inesperado Presidente electo” que acumula innumerables especulaciones acerca de su gobernar, las mayoría de las cuales serán efímeras e inesperadas cada día.

Sin embargo, hay otro personaje de nuestro mundo que no es efímero a pesar de que está sentenciado a “convertirse en polvo”. El cuerpo humano nace, crece, vive, sufre y disfruta, se enferma, revive, pero al fin muere y lo convierten en cenizas. Su historia no es de un día, no se reduce a la novedad de su nacimiento y no muere el día siguiente. Al contrario: cada día lo construye, cada experiencia desarrolla la complejidad de sus tejidos, cada rutina nutre y organiza cada una de sus células. La vida que recibió y de la cual no es dueño, no es “flor de un día”, sino que evoluciona sin dejar de ser el mismo cuerpo.

Para los hombres, el cuerpo humano es un maravilloso milagro; para los cristianos es un misterio incomprensible: está hecho a imagen y semejanza de Dios, es la expresión de su persona, no es el autor de su propia vida, aunque es el responsable de su vivir y de construir el bienestar de los demás. Por ello, el cuerpo humano es consagrado como hijo y templo de Dios para amar y ser amado, para servir y ser servido, para cultivar la tierra, la paz y la justicia.

El cuerpo humano no es efímero. Su cadáver ha sido honrado en todas las civilizaciones y la dignidad de sus cenizas nace de la dignidad de su origen divino y de su historia. Por ello sus cenizas, aunque parezcan efímeras, merecen permanecer en un lugar sagrado. Cada cripta es un testimonio de la dignidad y trascendencia del cuerpo humano; un mensaje que no repite el consabido “no somos nada”, sino que anuncia: “somos un alguien con una historia que no se acaba con las cenizas”.