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Extremos convergentes

Si algo resulta difícil en nuestro País, sobre todo en los últimos años, es diferenciar “ideológicamente” a quienes alinean en las distintas fuerzas políticas, en teoría todas ellas perfectamente ubicadas en algún punto específico del espectro.

De acuerdo con las definiciones clásicas, el panorama se divide en izquierda, centro y derecha, con reverberaciones atípicas colocadas en los extremos y a cuyos promotores se les identifica genéricamente como “radicales”.

Y según esta clasificación, identificar entre unos y otros debe ser más o menos sencillo: los ubicados a la derecha propugnan por la economía de mercado, por el capitalismo y la preeminencia del capital privado por encima del capital social. Los ubicados a la izquierda defienden la igualdad colectiva, la distribución equitativa de la riqueza y colocan el bienestar comunitario por encima de las aspiraciones individuales.

Quienes no están enteramente de acuerdo ni con los primeros, ni con los segundos, teóricamente toman lo mejor de ambos bandos y, ubicándose en el centro —o quizá un poco a la izquierda del centro— proponen una “tercera vía”, una ruta equilibrada a la cual convengamos en llamar, sólo por cuestiones de economía, “socialdemocracia”.

Partiendo de tal clasificación taxonómica no suena difícil identificar en cuál porción del espectro político se encuentra ubicado quien, desde una trinchera partidista, o desde la muy de moda posición de “independiente” busca atraer nuestra atención par seleccionarle, en la próxima elección, como el salvador de la patria en turno.

Pero, como sabe cualquier persona a quien se le haya ocurrido acometer la empresa de identificar el signo ideológico distintivo de cualquier actor político, la cosa no está tan sencilla pues, para tener claras las ideas defendidas por el sujeto de estudio es necesario no solamente analizar sus palabras sino, sobre todo, sus actos.

Y esto último es indispensable porque si algo caracteriza a los políticos —y, en particular, a los políticos mexicanos- es su aparentemente infinita capacidad para la deshonestidad intelectual.

Lo puntualizo para no dejar lugar a dudas: cuando digo “políticos mexicanos” me refiero a los provenientes de todos los signos ideológicos, así como a quienes ahora se venden —o pretenden hacerlo— con la etiqueta de “independientes”. Salvo honrosas, pero muy contadas excepciones, la característica distintiva de todos —azules, verdes, rojos, amarillos, cafés, anaranjados o de cualquier otro color— es su inconsistencia ideológica.

Pero, como ha quedado claro en los últimos días, no se trata de un mal exclusivo de la clase política azteca, sino de un extendido mal. Y para demostrarlo ahí está el villano de moda, el hombre del peluquín a prueba de balas, el cardenal de los haters, mister Trump.

Cuestionado respecto de si aceptará o no los resultados electorales del próximo 8 de noviembre, Mr. “cuando sea presidente voy a crear una fiscalía especial para meterte a la cárcel” decidió instalarse en el territorio de la ambigüedad y soltar un “lo diré en su momento… te mantendré en suspenso”.

Tal declaración ha sido para los estadounidenses —o al menos para una parte de ellos— todo un shock: ni siquiera Al Gore, respecto de quien existe un consenso más o menos generalizado en el sentido de haber sido tramposamente derrotado en las elecciones de Florida, llegó al grado de insinuar la posibilidad de negar la victoria de su oponente: el villano del copete perfecto decidió no esperar siquiera al día de la elección para comenzar a sembrar la duda.

Para quienes observamos desde México la elección norteamericana el más reciente exabrupto trumpiano ninguna sorpresa representa: se trata de un recurso largamente utilizado acá por el mesías de Macuspana, Mr “la mafia del poder noj robó la elecjión”.

Y ante tal recuerdo uno vuelve a comprobar cómo las ideologías no son sino un intento de adorno en el catálogo de verborrea vacía de los partidos políticos (todos, insisto, para no dejar duda).

No es casual, ni se trata de una coincidencia anecdótica: si los discursos de Andrés Manuel López Obrador y de Donald Trump suenan igual —no parecido, sino exactamente igual— es porque son idénticos, es porque sus palabras han sido cocinadas exactamente en el mismo caldero.

En efecto, no hay diferencia significativa entre el tabasqueño y el neoyorquino: ambos son capaces de defender una cosa hoy y exactamente la contraria mañana; ambos son expertos en evadir las preguntas concretas y tratar siempre de mantener su monólogo; ambos están convencidos del carácter mesiánico de sus vidas; ambos son poseedores de una monstruosa deshonestidad intelectual.

Hoy, nuestro candidato perpetuo se queja con un insulso “no manchen” de la comparación, pero el parecido es innegable aún cuando en teoría, ambos se encuentran en extremos opuestos del espectro ideológico… O quizá es porque, en realidad, están ambos del mismo lado.

¡Feliz fin de semana!

carredondo@vanguardia.com.mx
Twitter: @sibaja3