Vanidad, por tu culpa he perdido...
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Vanidad, por tu culpa he perdido...
La Biblia debe leerse con cuidado: está llena de sexo. Habla de adulterios, incestos, onanismo y otros desórdenes poco edificantes. Además abunda en ella la violencia. Ya en la mismísima primera página hay un asesinato. Y lo peor: el personaje más violento de todos es Yahvé. A Zeus, divinidad de los paganos, le daba por follar, lo cual es muy entretenido y no hace daño a nadie, al menos si se hace con cuidado. El hobbie de Yahvé, en cambio, era joder a los humanos. Lo hacía por cuantos medios podía: les enviaba diluvios, fuego del cielo, ángeles exterminadores, plagas espantosas... Si así es Dios, entonces no cabe duda de que el hombre lo hizo a su imagen y semejanza.
Hay en la Biblia, sin embargo, un libro de gran sabiduría. Es el Eclesiastés. Ahí se lee aquello de: “Vanidad de vanidades; todo vanidad”. ¡Cuán cierto es eso! Hay quienes dicen que el dinero es la causa principal de los actos de los hombres, y también de muchos actos de las mujeres. Otros afirman que el sexo es la fuerza que mueve al mundo, aunque algunos ya no empujemos tanto. Los idealistas señalan al amor como la energía mayor del universo. Lo dijo Dante con palabras muy hermosas: L’amor che muove il sole e l’altre stelle... El amor que mueve al Sol y a las demás estrellas.
Yo, sin ánimo de contradecir a nadie –y menos aún al Alighieri–, pienso que las acciones humanas tienen su raíz en la vanidad. ¡Cuántas cosas hacemos porque alguien nos está viendo! No tantas, claro, como las que hacemos porque nadie nos está viendo, pero de cualquier modo son bastantes. Eso, la vanidad, fue el lamentable origen de la desgracia que le ocurrió a Cuquito.
Cuquito, digámoslo desde el principio, no sabía montar a caballo. Estaba bueno para una cabalgata de esas que tan de moda están entre los políticos, que en su mayoría no saben montar, y acaban con las nalgas hechas puré, dicho sea sin albur. Tampoco sabía montar Cuquito. En su vida había montado ni una exposición. Y ni siquiera tenía la experiencia de aquel viejito que en el rodeo le montó al toro Bloodybeast, salvaje animal que derribaba al mejor jinete en tres segundos flat.
No pudo tumbar el toro al ancianito. Veinte, treinta segundos; un minuto, dos y tres duró el añoso jinete a lomos de la bestia, hasta que el toro se rindió. “¿Cómo le hiciste, abuelo? –le preguntó uno de sus nietos, asombrado–. ¡Nunca nos dijiste que sabías montar así!”. “Y no sé –respondió el octogenario–. Pero a tu abuela siempre le daba el ataque cuando hacíamos el amor, y si ella nunca me tumbó, menos me iba a tumbar ese pinchurriento animal”.
Cuquito, el personaje de mi cuento, fue a un jaripeo en un rancho.
–Móntale a ese caballo –le dijeron sus amigos–. Te está mirando Yajaira.
–No sé montar –opuso Cuquito con temor–, y está muy bruto el penco.
–Tienes piernas de jinete –le contestaron los amigos–. Con ese sombrero y esas botas; con esa camisa a cuadros y ese cinturón de pita con hebilla plateada, pareces jinete. Es más: eres jinete. Y te está mirando Yajaira.
En efecto: de vez en cuando la rancherita miraba a Mardonio con ojos de dese usted preso. ¿Qué no hace un hombre cuando lo está mirando una mujer con esos ojos? En esas circunstancias cualquier varón que tenga el alma en su almario es capaz de cualquier cosa, desde echarse una maroma hasta descubrir América, como hizo Colón porque Isabel lo estaba viendo. Le montó Cuquito, pues, al tal caballo.
Nunca lo hubiera hecho. El animal lo echó por tierra en menos que se dice “¡Ah chingao!”. Lo pateó concienzudamente; lo mordió, y tres o cuatro veces pasó por encima de él. Lo dejó para la 39, que es la clínica del Seguro Social especializada en traumatología. Sentado en el suelo sobre boñiga y lodo, maltrecho y dolorido, escupió el pobre Cuquito la tierra y lo demás que había tragado, y luego dijo con rencoroso acento:
–¡Qué pendejos son mis amigos! ¡Que dizque soy jinete!