Cosas de la vida y vida de las cosas

Usted está aquí

Cosas de la vida y vida de las cosas

-I-
Cuando el primogénito de don Abundio cumplió 5 años de edad declaró su intención de ser él quien les diera el maíz a las gallinas y llevara a la vaca a tomar agua. Su padre le preguntó por qué.

-Porque quiero trabajar -dijo el chiquillo.

Don Abundio lo tomó de la mano y lo llevó a donde estaba el árbol seco.

-Si quieres trabajar riega todos los días este árbol.

Desde entonces lo primero que hacía el niño en la mañana era llenar un botecito de agua y echarla al pie del tronco muerto.

-¿Por qué le pediste eso? -se molestó la esposa de don Abundio-. Ese palo está seco; nunca va a retoñar.

-El que quiero que retoñe es él -respondió el hombre.

-Y creo que retoñé -me cuenta Abundio hijo-. A los pocos días me dijo mi papá: “Ya demostraste que sabes obedecer. Ahora puedes mandarte tú solo. Escoge el trabajo que quieras hacer”.

No sé si los educadores aprobarán el método de don Abundio. Yo lo apruebo. Hizo de su hijo un hombre libre. Entiendo que en eso consiste la obra de educar.
                  
-II-
Mi amigo quiso que su hijo de seis años se diera cuenta de lo afortunado que era. Así, lo llevó al rancho para que conociera la vida de los pobres.

Un día y una noche estuvieron los dos ahí, con una familia campesina.

Al día siguiente emprendieron la vuelta a la ciudad.

-¿Te diste cuenta, hijo -le preguntó en la camioneta-, de la diferencia que hay entre ricos y pobres?

-Desde luego -respondió el niño-. Está muy clara.

-¿Cómo es eso? -quiso saber mi amigo-.

-Sí -explicó el niño con naturalidad-. Nosotros somos los pobres, ¿verdad?, y ellos los ricos. Nosotros tenemos un perro: ellos tienen tres. Nosotros no tenemos gallinas, cerdos, vaca, burro, ni caballo; ellos tienen todo eso. Nuestra alberca es pequeña; su arroyo es ancho y grande. El jardín de nosotros topa luego luego en la pared; el de ellos llega hasta la punta del cerro. Nosotros no tenemos estrellas; ellos sí.

El resto del camino lo hizo mi amigo en silencio.

Ahora era él quien no sabía cuál es la diferencia entre ricos y pobres.
 
-III-
Cuando con mis compañeros de colegio hice la primera comunión, el buen padre Secondo nos pidió que antes de recibir la hostia fuéramos con nuestros padres y les pidiéramos perdón por nuestras faltas. Cada uno buscó a sus papás y les pidió perdón.

No entendimos aquello: a los cinco años no es necesario entender nada. Pero ahora creo saber lo que aquel santo padre nos quería enseñar.

Primero, que estábamos pidiendo perdón a nuestros padres no por las faltas que habíamos cometido -¿qué faltas podrían ser aquéllas? -sino por las que íbamos a cometer. Ellos, al fin papás, las perdonaban todas por adelantado.

Y  otra cosa nos estaba enseñando el sacerdote, más importante aún: que el perdón de Dios sólo se puede alcanzar pidiendo perdón a aquellos a quienes ofendimos.

He vuelto a pensar en eso una y otra vez. A los cinco años no es necesario entender nada, pero a mis años sí.