Plaza de almas

Usted está aquí

Plaza de almas

A todos nos puso algún apodo. A uno le decía el Pocaluz, porque usaba lentes con cristales gruesos y oscuros. A otro lo llamaba el Blanca Nieves, pues era muy moreno. A un compañero que padecía estrabismo lo apodó “el Mobiloil”: tenía un alto grado de viscosidad, explicaba muy orgulloso de su ingenio. Nos daba miedo ese maestro. Sus burlas eran ofensivas, y más porque todos debíamos reír de aquel a quien hacía objeto de sus mofas, y eso hacía mayor la pena de la víctima. Yo lo odiaba. A mí me decía Luchito, porque a mi hermana Luisa, que era muy guapa, la llamaban Lucha. “¿Cómo está Lucha, Luchito?” —me preguntaba con tonito intencionado delante del grupo. Y se pavoneaba, feliz, porque todos le seguían la corriente haciendo: “¡Ah!” y “¡Oh!” para halagarlo. Yo no le contestaba, pero en mi interior le decía: “¿Y cómo está tu chingada madre, viejo cabrón?”. Le tenía tanto miedo que me daba pavor que fuera a adivinar lo que estaba pensando. Era nuestro profesor de Matemáticas en tercero de secundaria. Gozaba fama de sabio porque cada año reprobaba a casi todo el grupo. Aún el mejor alumno, el que en las demás clases sacaba siempre 10, de él no recibía más que un 8, cosa además rarísima. Decía: “El 10 es para Einstein; el 9 para mí”. Y lo decía en serio, el mentecato. Otras cosas decía: el resto de los profesores de la materia eran “barcos” (con ese mote eran designados los maestros regalones); las asignaturas llamadas humanísticas —historia, literatura, civismo— eran pendejadas que no servían para nada. Matemáticas, sólo Matemáticas. Un poco también de Física y Química; quizás algo de Biología. Lo demás era perder el tiempo. Nadie osaba contradecirlo. Todos, incluso el director de la escuela, le temían tanto como nosotros. Era sarcástico, mordaz; una maledicencia suya bastaba para poner a cualquiera en la picota del ridículo o para desprestigiarlo definitivamente. Además imponía por su aspecto. Era alto y corpulento; quienes lo conocían recordaban que en su juventud había sido llamado “El Oso”. No nos atrevíamos a llamarlo así, ni aún a sus espaldas. Se contaba que un día un tonto le preguntó: “Oiga, maestro: ¿es cierto que a usted le decían ‘El Oso’?”. El profesor lo tomó por el cuello de la camisa y por el fondo del pantalón, lo levantó en vilo y lo echó fuera del salón como un bulto. ¿Decirle “El Oso”, entonces? Ni por pienso. Se le llamaba “el Maestro”. Así, a secas. Si alguien decía: “el Maestro”, aún sin nombrarlo, todos sabían a quién se estaba refiriendo. A mí me reprobó, naturalmente. Lo mío eran las materias que él despreciaba. Supe de seguro que no aprobaría tampoco el examen extraordinario, lo cual me obligaría a repetir el año para volver a cursar sólo esa asignatura. Pensé en echar mano de un recurso heroico. Hablaría con él; le diría que iba a estudiar Leyes; no necesitaba las matemáticas. Me humillaría; le pediría que por favor me diera el 6 para poder inscribirme en la preparatoria. La víspera del examen fui a su casa. Temblando llamé a la puerta dos, tres veces. Escuché adentro una voz de mujer: “¿Qué no oyes que están tocando? ¡Muévete!”. Creí que abriría uno de los hijos. Abrió el Maestro. “Y ven luego —siguió adentro la voz imperativa— a limpiar el mugrero que dejaste en la cocina. Nomás pa’ eso sirves, pa’ ensuciar”. Aturrullado el profesor cerró la puerta y ahí mismo, en la calle, me dijo como con vergüenza: “Disculpa”. Jamás pensé que le oiría una palabra así. ¡El Oso disculpándose! No me llamó “Luchito”. Me preguntó amablemente: “¿Qué andas haciendo?”. Me dio el 6… FIN.