Concupiscencia

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Concupiscencia

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, elogiaba las bellas piernas de una chica. Le dijo ella: “Las tengo así porque las cuido mucho. Son mis mejores amigas”. “Qué bien –la felicitó el salaz sujeto–. Pero supongo que aunque sean amigas no han de ser inseparables”… Dulciflor le contó a Rosibel: “Don Algón me invitó a ir a su departamento. Me dijo que quiere enseñarme un Picasso que tiene”. “¡Qué Picasso ni qué Picasso! –se burló Rosibel–. ¡Tiene un piquillo de este tamañito!”… Dos sujetos murieron el mismo día y hora, y llegaron juntos a las puertas del Cielo. Les informó San Pedro, el portero celestial: “Ambos tienen derecho a estar aquí. Desgraciadamente en este momento todas las habitaciones están ocupadas, de modo que deberán esperar antes de tener la suya. Vayan a la Tierra por unos 15 días. Podrán regresar en la forma que deseen”. Dijo el primero: “Siempre soñé con ser un águila real. En esa forma quiero regresar”. Preguntó el otro, cauteloso: “¿De veras puedo volver en la forma que desee?”. “Escoge nada más” –lo autorizó el de las llaves. “Muy bien –dijo el individuo, retador–. Quiero ir a París, y ser ahí un semental”. “Concedido” –aceptó el apóstol. Pasaron las dos semanas, y San Pedro le pidió a un ángel que fuera a buscar a los sujetos. Inquirió el enviado: “¿Cómo los reconoceré?”. 

Respondió él: “Con el primero no habrá dificultad: águilas reales quedan ya muy pocas. Con el otro tendrás mayor problema: en París debe haber muchos montones de cemento”… Rosilita le gritó a su mamá: “¡Mami, mami!”. “Ya te he dicho, hijita –la reprendió con calma la señora–, que nunca hables agitadamente. Cuando te sientas nerviosa cuenta hasta diez antes de hablar”. “Está bien” –contestó Rosilita–. Y así diciendo empezó a contar: “Uno... Dos... Tres... Cuatro... Cinco... Seis... Siete... Ocho... Nueve... Diez... ¡Mami, mami! ¡¡¡Traes una tarántula en la espalda!!!”… Rosilí, muchacha ingenua, hubo de casarse apresuradamente con Simpliciano, un compañero de oficina tan cándido como ella. Sucedió que –inocentes y todo– tuvieron un episodio de amor en el trabajo, y a consecuencia del encuentro ella iba a ser mamá. Cumplido el término natural Susiflor dio a luz tres robustos bebés. “No me lo explico –le dijo muy pensativa a Simpliciano–. ¿Por qué tuve triates, si nada más lo hicimos una vez?”. “Es cierto –admitió él–. Pero recuerda que lo hicimos sobre la copiadora”... Famulina, la linda criadita de la casa, se quejó con doña Frigidia: “Cuando usted no está, su esposo don Frustracio trata de abrazarme, besarme y todo lo demás”. “Ignóralo –le aconsejó doña Frigidia–. También conmigo quería hacer lo mismo, pero cuando vio que no le hacía caso se le quitó la maña”… Sor Bette, monjita de la Reverberación, llegó a su convento con los hábitos en desorden. Le preguntó, asustada, la madre superiora: “¿Por qué viene así, hermana?”. Contestó sor Bette: “¡Qué bien maneja ese taxista!”. “Hermana –se preocupó más la superiora–, su respuesta no corresponde a mi pregunta. ¿Por qué sus hábitos están todos revueltos? Y ¿qué significa eso de lo bien que maneja aquel taxista?”. “Permítame explicarle, reverenda madre –dijo sor Bette–. Venía yo en taxi al convento, y en la carretera se precipitó sobre nosotros un camión pesado que seguramente no traía frenos. De seguro íbamos a chocar con él; íbamos a morir. Le grité al taxista: ‘¡Si nos libra de ésta podrá usted hacer conmigo lo que quiera!’. Y, madre... ¡qué bien maneja ese taxista!”… FIN.