Cine Palacio, mito y héroe
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Cine Palacio, mito y héroe
Los saltillenses de verdad llevamos imágenes imborrables en el corazón.
Rincones, calles, edificios, casas, lugares públicos, escuelas, plazas, iglesias... Algunos de los cuales ya no existen físicamente. Abandonados y víctimas del tiempo que los carcomió, algunos sucumbieron a su embate; otros fueron presas de fenómenos unas veces achacables al hombre y otras sin motivos aparentes, pero que al final los hicieron también caer para no volver a levantarse; otros más, inmolados en manos de los hombres, fueron derruidos, sacrificados en aras de lo que en un tiempo se llamó progreso y llevado al extremo de su exageración fue un gran atentado contra la identidad y el paisaje urbano de las ciudades.
Muy a pesar de su historia reciente, el edificio del Cine Palacio levanta todavía hoy su airosa imagen en la esquina que le pertenece desde 1941, donde confluyen las calles Victoria y Manuel Acuña, arterias que han perdido su papel protagónico de antaño. Durante poco más de dos décadas el emblemático edificio sobrevivió a toda clase de embestidas, de modo que hoy puede decirse que el coloso ganó, incluso, su última batalla: vaciado por dentro, logró conservar para Saltillo su cascarón y su imponente fachada, que sometida a rehabilitación luce hoy todo el esplendor de su estilo art deco.
Los recuerdos del Cine Palacio revivieron intensamente no hace tanto tiempo por la polémica surgida en torno a la venta del edificio por sus dueños originales a una empresa zapatera nuevoleonesa, y a la imposibilidad de convertirlo en una especie de centro cultural dedicado exclusivamente al cultivo del llamado séptimo arte.
En alguna ocasión, Américo Fernández, apasionado cinéfilo saltillense, publicó un artículo en el número dos de la revista “Por Saltillo”, de tan buenos recuerdos, dirigida por Gerardo Garza Melo y editada por el propio Américo. Ahí afirmaba: “El Cine Palacio ha permanecido como un icono de una ritual forma de ver el cine, se ha sostenido como una prueba de que la epopeya cinematográfica debe cantarse en un escenario de altos muros e imponentes columnas, y como constancia de que la esencia del séptimo arte radica en su potencial para crear héroes y mitos”.
En el caso particular del Cine Palacio, el séptimo arte fue más allá: su potencial se extendió hasta hacer de su edificio un mito, un héroe. Victoria pírrica, dirán los muy vehementes, por las pérdidas irreparables para el vencedor desde el punto de vista táctico, y calificarán el triunfo de aparente. Yo, más benévola quizás porque sin perder la añoranza por los escenarios de los “altos muros e imponentes columnas” a los que alude Américo, disfruto las múltiples nuevas formas de proyectarse una película y porque considero que pudiendo haber derruido la majestuosa fachada, nos la dejaron para que disfrutemos la fisonomía exterior del cine con los ojos, y con la imaginación el talante interno de sus otros días. Al fin, los que lo conocimos por dentro conservamos su imagen: su taquilla, su vestíbulo, sus butacas, sus pasillos, su redondo reloj colgado del muro, su foro, su telón, su mezzanine, su dulcería… Y agradecemos que a pesar de los altibajos sufridos en sus casi 75 años de vida como sala cinematográfica, pudo cumplir hasta hace poco tiempo el destino que en un principio le fue asignado: proyectar en su gigantesca pantalla las cintas que transportan al espectador a otros mundos, otras vidas y otras batallas.
El edificio del Cine Palacio inicia una nueva etapa, pero su viejo cascarón seguirá guardando los susurros que habrán quedado entre el reloj que marcaba la hora del regreso a casa en el muro derecho y el telón que se cerraba cuando todavía el proyector lanzaba a la pantalla la palabra fin.