La maestra
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La maestra
La gallinita búlica estaba haciendo cosas indebidas con el gallo buleco del corral vecino. De pronto exclamó sobresaltada: “¡Ahí viene mi marido! ¡Conozco perfectamente sus pisadas!”… La profesora de Pepito quiso hacerle ver a su pupilo que ella era algo más que una simple maestra de banquillo. En efecto, había leído varios capítulos del “Emilio” de Rousseau, y tomó además un diplomado de tres horas —incluido el coffee break— sobre didáctica y técnicas de la educación impartido por el vice sub ayudante suplente auxiliar temporario interino del inspector escolar sustituto. Valida de ese estremecedor currículo le preguntó a Pepito: “¿Sabes qué es una pedagoga?”. Arriesgó, cauteloso, el chiquillo: “¿Una cantina para la comunidad judía?”… Don Frustracio, el marido de doña Frigidia, conversaba con un amigo acerca de temas pertenecientes a la intimidad conyugal. Contó el amigo: “Mi mujer se excita mucho cuando brilla la luna”. “La mía —suspiró don Frustracio—se excita solamente cuando brilla la lana”. (La lana es el dinero. Bien decían los antiguos españoles a propósito de la nobleza sin dinero: “El don sin el din no vale nada”)… Doña Jodoncia, la esposa de don Martiriano, conversaba en la fiesta con su vecina de asiento. Señaló a una estupenda rubia y dijo: “Aquella mujer tiene muy mala fama. Es destructora de hogares”. Escuchó eso don Martiriano; fue muy escurridito hacia la rubia y le dijo con voz tímida: “Señorita: entiendo que es usted destructora de hogares. ¿Podría hacerme el favor de destruir el mío?”… Don Añilio, senescente caballero, visitó en su casa a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Ella le ofreció una sencilla colación —así dijo— consistente en una bandeja de piononos rociados con una copita de malvasía. Don Añilio, que a pesar de su edad tenía competente estómago, dio buena cuenta de todos los bizcochos y apuró más de la mitad de la botella del aromoso vino. El beber y el yantar son goces fruitivos que melifican y molifican el corazón del hombre. Dijo el poeta Terencio: “Sine Cerere et Libero friget Venus”. Sin Ceres y sin Baco —vale decir sin comida y sin bebida— se enfría Venus. Don Añilio había comido bien y bebido mejor, de modo que le pidió con insinuante voz a Himenia: “Querida señorita: ¿me permite que le toque el pan de la vida?”. Ella enrojeció hasta la raíz de los cabellos. “¡Por Dios, amigo mío! —respondió llena de azoro—. Hay cosas que…”. “Veo que vacila usted _la interrumpió don Añilio—. No tome a mal, entonces, que me aproveche de su dubitación y cumpla mi deseo”. Cerró los ojos la señorita Himenia para no mirar lo que iba a hacer su visitante. Así, con los ojos cerrados, escuchó sorprendida las notas de la canción que en su ocarina empezó a interpretar don Añilio: el bolero Obsesión, de Pedro Flores, cuya poética letra dice: “Amor es el pan de la vida, / amor es la copa divina”. ¡Oh decepción! ¡El pan de la vida no era el que pensó la señorita Himenia! Viene aquí a cuento otra frase latina: “Senectus ipsa morbus est”. La vejez es en sí misma una enfermedad… Don Calendárico, señor de 65 años, le propuso matrimonio a Dulciflor, muchacha veinteañera. “Lo siento—dijo ella—, pero no puedo aceptar su proposición. Cuando usted tenga 85 años yo tendré 40”. “No te preocupes, linda —replicó el maduro galán—. Cuando ese tiempo llegue me buscaré otra mujer más joven”… Pirulina fue a confesarse con don Arsilio. Comenzó: “Acúsome, padre, de que anoche hice el amor con mi novio”. Sentenció el buen sacerdote: “De penitencia reza 20 padrenuestros”. “Écheme de una vez 40, padrecito —le pidió Pirulina—. A la noche vamos a salir otra vez”… FIN.