Buscando un herrero en Viesca
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Buscando un herrero en Viesca
Hay en el municipio de Viesca una comunidad que se llama San José del Aguaje, la cual colinda al mismo tiempo con los estados de Durango y Zacatecas. La semana pasada, por destinos de la vida, fui a parar a ese poblado de viejas casas de adobe y piedra.
Para llegar ahí, a este lugar apartado de las ondas de telefonía celular y de las señales de radio y televisión, entra uno por el Cañón de Jimulco, bordeando el río Aguanaval. Así, uno está por un rato en el estado de Durango y de pronto el camino brinca el río y uno está de vuelta en Coahuila.
Después de dos horas de viaje, divisé en el horizonte dos espejos de agua. Don Óscar Jaramillo, oriundo de Viesca, compañero de andanzas y guía expedicionario, me dijo que esos dos lagos le dan nombre a la Región de los Tanques, que conforman los ejidos Darías, Tanque Aguilereño, Presa de Gentil, Punta de Santo Domingo y Estación Mancha.
Al acercarnos a la orilla, una parvada de cercetas salió despavorida, corriendo y aleteando sobre las aguas. Seguimos nuestro camino hasta llegar a San José del Estanque. Nos detuvimos en una casa a preguntar por un herrero.
Una señora de alrededor de noventa años regaba las plantas en un amplio jardín. Después de pedirle informes sobre la dirección que buscábamos, nos preguntó si ya habíamos almorzado. Nos despedimos de ella agradeciendo su hospitalidad, al ofrecer a unos desconocidos un lugar en su mesa. “En estos pueblos escasea el hambre”, pensé.
En San José del Estanque, la agenda de sus habitantes la marca el movimiento de traslación del planeta dentro del sistema solar. Sus moradores no padecen de estrés, ese malestar propio del capitalismo salvaje. La vida pasa lentamente y sin preocupaciones.
Después de buscar al herrero, que no estaba en su casa, nos fuimos a sentar en una de las bancas de la plaza. Allí trascurrieron las horas. La gente se acercaba a saludar y a investigar qué rayos andaban haciendo por esos rumbos un par de citadinos.
Después de indagar se retiraban, no sin antes ofrecernos su hospitalidad. Frente a la plaza hay una tienda que vende comestibles y artículos de limpieza, allí está el único teléfono del pueblo; tiene en el techo unas bocinas por las que el tendero anuncia a los cuatro vientos cuando hay una llamada telefónica para alguien.
En ese bendito lugar afortunadamente no llegan las señales de telefonía celular ni las ondas hertzianas portadoras de malas noticias. Para qué deberían estar enterados los habitantes de San José del Estanque de lo que pasa en el resto del mundo.
No conocen esos moradores las redes sociales, herramienta indispensable para el resto de los habitantes del milenio. Por primera vez en mucho tiempo vi gente trasladarse de un lugar a otro en bicicleta unos, y a pie otros, los que usaban sus piernas para transportarse no estaban embobados frotando ese adminiculo que lo mismo sirve para comunicarnos con otra persona, que para tomar selfies y subirlas a la red. Por primera vez vi a seres humanos sin esa manía de revisar su aparato telefónico, como si esperasen un mensaje de texto de Dios.
Estaba absorto admirando el lugar, cuando llegó el herrero que andábamos buscando, sin duda los vecinos lo habían advertido. Después de tratar el asunto que nos llevó a San José, llegó otro hombre en bicicleta para decirnos que en su casa vendían comida. El hambre ya calaba, así que nos trasladamos a su casa.
Allí fuimos atendidos por una mujer de piel morena y una blanca dentadura que asomaba cada vez que sonreía con nosotros. El fuego de la estufa era alimentado por leña que le da a los alimentos un sabor único.
Todavía hay en Coahuila refugios donde se vive en paz. Donde habita gente sincera y hospitalaria.
¡Caramba! –dije– este lugar está ideal para venir a pasar los últimos días de la existencia.