Librerías de Viejo

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Librerías de Viejo

Foto: Especial

Recortes, notas al margen, subrayados, facturas, boletos y tantas cosas más nos sorprenden al hojear los libros que pueblan las estanterías de las librerías de viejo. Hay una extraña fascinación en ellas: quien garabateó esas notas quizá ya esté muerto, quien dejó esos papeles entre las páginas ¿lo hizo por olvido o para señalar el proceso de su lectura? 

Me he entretenido mucho con estos encuentros. Alguien consignó su nombre en la portada de “La feria de las vanidades”, de Thackeray; otro -¿otra?- señaló con algunas líneas a lápiz o a bolígrafo algo que le pareció interesante o discutible en un poema de Fernando Pessoa; alguien más tachó todo un párrafo en aquel amarillento  ejemplar de “El origen de la tragedia”, de Nietzsche, ¿por qué?

Junto a mí, un muchacho ha tomado entre sus manos un volumen bastante deteriorado de Quevedo. “¿Sabes?, le digo, he visto esta misma edición aquí, pero en mejores condiciones. Si regresas dentro de unas dos o tres semanas, quizá encuentres un ejemplar menos maltratado.” Debió de   pensar que deseaba arrebatarle su hallazgo; pero no, abrió el volumen y me dijo: “Conozco a Quevedo. Lo que me interesa de este ejemplar es esto…”

Me mostró las páginas anotadas por alguien que debió de ser un/a gran admirador/a del autor de “Los Sueños”: estaban profusamente tachonadas de una caligrafía legible pero vertiginosa; ahí se conectaban, entre rayas y llaves, estos versos con aquellos; se hacían comentarios agudos sobre las imágenes y los símbolos poéticos del maestro del sarcasmo áureo. ¿Fue un estudiante de Humanidades quien hizo estas anotaciones? ¿O fue sencillamente un lector atento?
En un ejemplar del libro póstumo de Miguel de Unamuno, “Nuevo Mundo” (1994), de la Editorial Trotta, me fulmina, entre otros, este subrayado: “No hay sitio a donde no haya llegado nuestra civilización, sus avanzadas son la pólvora, el alcohol, los trapos vistosos, los dogmas hueros, el dinero y la mentira…” Quien pronuncia estas palabras, que alguien destacó por alguna razón, es Eugenio Rodero, alter ego del propio Unamuno en este relato. La tortura metafísica y el estigma de “la ética” acompañaron a Don Miguel hasta la muerte, la misma tortura y el mismo estigma  que sufriría, tal vez, quien subrayó esas palabras en la página de este libro usado.

En otra visita a otra librería de viejo me hallo ante este subrayado en una vieja edición de la “Muerte en Venecia”, de Thomas Mann: “Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; y que si podemos ser héroes y disciplinados guerreros a nuestro modo, nos parecemos, sin embargo, a las mujeres, pues nuestro ensalzamiento es la pasión, y nuestras ansias han de ser de amor. Tal es nuestra gloria y tal es nuestra vergüenza. ¿Comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser ni sabios ni dignos? ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos?”. Por Dios. ¿Cómo pudo Mann escribir esto y cómo es que alguien cometió la osadía de subrayarlo?  
He encontrado en estos libros toda suerte de huellas, de rastros de mis antecesores bibliográficos. Estos volúmenes han pasado por muchas, muchas manos. ¿Cada par de manos o de ojos han dejado algo de ellos en esas páginas? ¿Qué? ¿Cuánto? ¿Cómo fueron a parar tales libros a los estantes de una librería de viejo? ¿Cómo, por ejemplo, haber dejado olvidada una carta de amor, escrita a mano, entre la carne de papel de estas páginas?

Era una carta de amor escrita en un castellano de principios del siglo XX. Hablaba de una separación irremediable y se solicitaba un perdón que aún suena auténtico y doliente. El autor era un hombre, un hombre joven, supongo. Uno no escribe cartas tan apasionadas después de los 60 años… “Amor mío: Usted sabe cuánto me cuesta decirle a Usted lo que siento…” Ése es el inicio de la carta; el resto fustiga la razón.

La encontré un día en la Librería La N., entre las páginas de un libro de Montale, lo que quiere decir que no es tan vieja. Aunque esta inferencia es irrelevante: la carta pudo ser escrita digamos en los años 40 del siglo XX y puesta por alguien dentro del libro de poemas de Montale. Podemos suponer que este alguien la utilizó como “separador”, de esos que ahora sirven a las editoriales a guisa de volantes publicitarios o se venden como artículos de lujo en las librerías cool.
Acaso el autor de esa carta leyó alguna vez uno de los tremendos poemas de Montale que, irónicamente, se incluye en esta antología: “Tal vez una mañana caminando bajo un aire de vidrio / árido, volviéndome, veré hacerse el milagro: / la nada a mis espaldas, el vacío detrás / de mí, con terror de borracho. // Luego, como en una pantalla, se detendrán de pronto / colinas casas árboles para el común engaño. / Pero será muy tarde; y yo me iré callado, / en medio de los hombres que no se vuelven, con mi secreto.”

La carta sigue entre las páginas de uno de mis libros. ¿Cuál? Ya no lo sé. Sé que está ahí, guardada, oculta a la mirada de otros curiosos. No es justo que las palabras de alguien como las que escribió este triste remitente se vean auscultadas por ojos mórbidos o pretendidamente snobs. Mejor mantenerla a salvo de lo inicuo.

Como a salvo querría poner algunas de mis cosas, empezando por los libros. Una gran angustia es no saber qué será de ellos cuando ya no esté aquí. ¿Irán a parar a una librería de viejo? Seguramente. Los libros ocupan demasiado espacio, acumulan polvo y son pesados. Un kindle es infinitamente más liviano y más práctico; o una tablet y hasta una laptop, no sé. No es lo mismo, claro, pero no creo que haya más remedio para quien/es me sobreviva/n. Los libros resultan bastante estorbosos.

Por lo demás, tampoco está mal que este acervo vaya a dar con sus huesos de papel en una librería de viejo: a algunos interesarán esos libros, espero. No hay incunables entre ellos, no hay libros antiquísimos, pergaminos o rollos; la mayoría son libros de factura común, es decir, libros que no están hechos como se hacían antes. El problema es que entre sus páginas de edición rústica hay también polvo de mi propia vida; y no hablo sólo de subrayados y de notas al margen.
Ruego porque este pequeño acervo no sea donado a una biblioteca pública, pues he sabido que estas instituciones suelen tirar sus propias colecciones a la basura, rematarlas o dejarlas por ahí, embodegadas. Lo dicho: los libros ya estorban hasta en las bibliotecas públicas. Oh sí, tal grado alcanza hoy su sofisticada tecnologización.

Habrá que emprender la dura tarea de revisar esos volúmenes para no dejar ningún rastro, igual que cuando ordenamos a la computadora borrar el “historial de búsqueda”. Rescatar boletos, notas, manuscritos, apuntes, separadores, clips, plumas de paloma recogidas poco antes del otoño, fotografías y todo tipo de indicios: nadie debe saber que estuve ahí, salvo por los subrayados… Pero ¿la mirada deja alguna huella de su paso?