Socorro y la aplicación selectiva de la ley

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Socorro y la aplicación selectiva de la ley

La primera vez que visité un reclusorio tenía 24 años. Como asistente de investigación en el CIDE me había enterado que en el penal de Atlacholoaya había una anciana viviendo en condiciones de salud deplorables. 

Ante la indignación que nos causó la historia, un compañero y yo decidimos ayudarla. Sin conocer su nombre —y sin títulos profesionales—, viajamos a Morelos con la intención de defenderla. Aun no sé cómo, logramos ubicarla y llegar hasta ella en la enfermería del centro. Se llamaba Socorro y tenía 84 años. La conocimos sentada en una especie de camilla. Vestía una vieja bata de hospital con una apertura trasera que permitía ver el pañal que usaba. Años atrás había sido detenida por posesión de marihuana y abandonada por su familia en la cárcel, donde había perdido la vista y la mente. Entre frases inconexas llamaba a su hijo y se juraba inocente. Salimos del centro penitenciario deprimidos. Entendíamos que, a pesar de la injusticia de su circunstancia, sin una alternativa institucional o familiar, Socorro moriría ahí. 

Recordé a Socorro hace unos días cuando leí que Elba Esther Gordillo, detenida desde principios de 2013 por defraudación fiscal y delincuencia organizada, asistió al funeral de su hija. De acuerdo con Animal Político, de 2015 a la fecha, Gordillo es la única entre los más de 36 mil internos de la Ciudad de México que ha asistido a un funeral, aunque la posibilidad está prevista en la ley. Nueve personas se encargaron de su vigilancia durante las horas que duró la visita. En realidad, la ex líder sindical, de 71 años, ni siquiera se encuentra interna en uno de los reclusorios de la Ciudad, sino en un hospital privado de la colonia Roma, debido a requerimientos médicos. Sus abogados se dicen confiados en que pronto se le autorice el arresto domiciliario, otra figura pensada desde un sistema penal más racional y menos retributivo. 

Las diferencias entre estos casos evidencian las enormes desigualdades que existen en nuestro sistema penal y en la sociedad en general. Mientras Socorro representa la realidad de olvido que vive la mayoría de las personas internas en el sistema penitenciario del país, Elba Esther encarna el derecho de quienes cuentan con recursos económicos y políticos. Una vive el sistema penitenciario de la crueldad humana y del punitivismo exacerbado; la otra, el modelo que se apega a la ley, que privilegia los derechos fundamentales y los fines de reinserción de la pena. El sistema que juzga y castiga a Socorro es el del escarnio, del castigo inclemente y la expulsión. El de Gordillo es el del perdón, el resarcimiento y la reinserción social. 

Sin duda frente a estos dos sistemas optaría siempre por el segundo, aquel que busca estrechar los lazos familiares y comunitarios como derecho y como forma de prevenir nuevas violaciones a ley. Optaría, la mayoría de las veces, por el arresto domiciliario y las visitas extramuros. Pero para la enorme mayoría de las personas en nuestro país sólo existe el otro sistema, el que veja, tortura, extorsiona y humilla. Al leer sobre la experiencia penal de Elba Esther, la ley surge como excepción y privilegio, una aspiración que pocos pueden pagar y que muchos ni siquiera atreven a soñar. Aparece ahí un sistema penitenciario como expresión desenfrenada de rabia e indignación que sólo se detiene frente al poder. En ese sistema, los pobres y vulnerables son triturados mientras que los ricos exigen la aplicación de la ley. Esa desigualdad en la aplicación del derecho marca nuestro México más violento, el México de la impunidad donde el derecho es prerrogativa de unos pocos que pueden optar entre usarlo o no, según dicten las circunstancias. 

@cataperezcorrea