Mercedes Murguía: Osadas Addenda

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Mercedes Murguía: Osadas Addenda

Las alacenas que Mercedes Murguía presenta en su exposición “Lo añejo y lo cotidiano” –Centro Cultural Vito Alessio Robles- son parientes lejanos o cercanos, según se vea, de las “cajas” del artista neoyorkino Joseph Cornell (1903-1972), esos pequeños y extraordinarios escaparates de lo insólito.

Las cajas de Cornell, de hecho, heredan -transformándola radicalmente- esa larga tradición. Sus vitrinas obedecen al método del assemblage [ensamblaje]: “un proceso artístico en el cual se consigue la tridimensionalidad colocando diferentes objetos-no-artísticos muy próximos unos a otros. Hay que recalcar que estos objetos de los que se componen estas obras comparten la característica de que no han sido diseñados con fines estéticos sino que han sido redescubiertos por los artistas quienes los incorporan a sus obras, de manera conjunta o de forma individual, para lograr expresar un mensaje o emoción.” (Wikipedia).

Las alacenas de Mercedes Murguía no son ensamblajes, sino óleos, pintura bidimensional, pero entre las cajas de Cornell y estos cuadros, u otros tantos bodegones de distintos autores y momentos históricos, hay nexos innegables: al margen de su naturaleza dimensional, éstas y aquéllas representan la agrupación de objetos disímbolos, objetos que emiten un deliberado discurso visual.

En el caso de Cornell, a cuyo trabajo Octavio Paz dedicó algunos textos y un poema, este discurso involucra la vida cotidiana, sí, pero también la otra: la del cosmos y sus misterios, la del misterio de nuestra estancia en esa misma vida. Surrealista o no, la obra de Cornell es un gran collage de sugestivas imágenes, una “alacena” de lo inaudito.

En Mercedes Murguía este carácter enigmático se manifiesta en virtud de una bidimensionalidad que obedece a la venerable tradición de la pintura. Sus obras no son “cajas”, pero representan algo similar a ellas y lo que en ellas vemos no son planos astrales, loros disecados o universos en miniatura, sino piezas de cerámica, peltre, barro, metal o madera, porcelana, servilletas bordadas, flores, botellones y frutos de la tierra, entre otros muchos elementos.

A pesar de sus abismales diferencias estéticas, Joseph Cornell y Mercedes Murguía construyen o reconstruyen lo irreconstruible: el Tiempo. Y ambos remiten a la misma pregunta, aquélla que Gauguin formuló en una de sus obras y que constituye la pregunta de siempre. Conscientes o no de ello, es así.

Pero ni caja ni alacena es el bodegón nupcial “Armonía” (óleo/tela, 2010), que sigue reverberando significados en este escribidor. Al contemplar de nuevo esta obra, reproducida en las páginas de este periódico el martes 27 de octubre, confirmé algo que apenas había intuido antes frente al cuadro. Entre la pequeña multitud de objetos dispuestos sobre una mesa cubierta a medias por un mantel bordado y una servilleta blanca, destaco algunos, que me parecen cargados de un inevitable sentido simbólico.

Podría llamar “femeninos” a algunos de estos elementos; a otros, “masculinos”; todos impregnados de un fuerte sentido erótico, emocional y emblemático. El cirio, el candelabro de tres velas rojas y encendidas, las espigas de trigo, las botellas de vino y de champagne y las copas altas de cristal guardan un simbolismo masculino, claramente fálico, para decirlo de una vez.

Las rosas, esa planta que coloquialmente llamamos “julieta”, la geoda colocada tras el retrato nupcial enmarcado en plata, las granadas y la jarra también de plata que parece verter desde su abombado vientre un puñado de arras, justo sobre la única parte –triangular- de la mesa que queda al descubierto no pueden ser sino signos de honda feminidad.

“Rose”: anagrama de Eros y símbolo del “eterno femenino”. La granada: antiguo símbolo de fertilidad que encuentramos hasta en algunas cartas del Tarot. Velas erectas, encendidas y de un color rojo granate. Se me escapa el significado de la “julieta”, pero la forma de sus hojas es íntimamente femenino, lo mismo que la cavidad de amatista de la geoda, por demás elocuente.

“Armonía” es, me parece, un bodegón cifrado y críptico, pero su sentido resulta ineludiblemente erótico. Lo reiteran la composición –el grueso cirio ocupa el centro del cuadro, aunque en segundo plano; a su lado un Eros de mujer, las rosas- y el color: el erguido candelabro es dorado; la jarra y la servilleta, blancas. La redondez y la verticalidad, la cavidad –la geoda que muestra sus recónditos cristales violáceos- y lo enhiesto –las velas, el cirio-: el flujo voluptuoso de la curva y la dirección no menos sensual de la línea recta.

El drama de la sexualidad interpretado por objetos, plantas, minerales, flores y frutos sobre el escenario de un cuadro que es, a su vez, la representación del pacto entre opuestos que se complementan. El retrato de un beso sella la comedia de una “armonía” definitiva o esperanzadora. ¿Mi lectura resulta osada y mórbida? Es posible.