México: apuntaciones

Usted está aquí

México: apuntaciones

El Niño Dios te escrituró un establo y los veneros del petróleo el diablo.

Ramón López Velarde

Cada vez que México celebra un aniversario de su independencia de España y de la Revolución emerge la misma pregunta: ¿quiénes somos en realidad?, ¿somos un pueblo homogéneo, con una identidad definida, con un rostro reconocible y un propósito común? ¿Es verdad que “como México no hay dos”? ¿Cuál es el sentido de esta sentencia peligrosamente nacionalista, aunque la tiñamos de enjundia o de humor apasionado?

Leemos a Samuel Ramos, a Octavio Paz, a Roger Bartra y a muchos autores más. Ellos han escrito páginas interesantísimas sobre México y los mexicanos: ¿han descubierto algo?, ¿nos conocemos mejor después de pensar sus reflexiones? Si echamos una mirada al pasado y otra al lacerante presente, es posible que quedemos tan en las nubes como antes de leerlos, a pesar de sus reveladoras iluminaciones.

Ya se sabe que México es muchos Méxicos. Acaso lo mismo suceda con todos los pueblos del planeta. ¿Qué país podría llamarse a sí mismo “puro”? A estas alturas, ¿qué significaría ser “un francés puro”, “un ruso puro” o -cuidado- “un alemán puro”? La “pureza” es una palabra que hasta en la poesía resulta sospechosa.

Lo que durante las postrimerías del siglo XVIII fue en los pueblos de habla alemana un concepto -el “volksgeist”- que se rebelaba ante la uniformidad ilustrada se convirtió, siglo y medio después, en un infierno ideológico. Entonces, el Romanticismo había quedado atrás y lo que en los años 40 del siglo XX recorría Europa ya no era “el fantasma del comunismo” sino el doble espectro del fanatismo étnico germano y del genocidio.

Todos sabemos a qué conduce la histeria nacionalista. México no está fuera de este siniestro juego racial: los mexicanos somos, entre otras cosas, racistas; sí, paradójicamente racistas y malinchistas a la vez. Aunque nos disfracemos de charros ecuménicos, nos despreciamos unos a otros. Aquél es un naco, un indio, un chico ibero, un yupi, un ranchero, un pobre diablo, un clasemediero, un chilango, un prieto, etcétera. Esto nos muestra de cuerpo entero. Esto y tantas otras manifestaciones de nuestra “identidad”, si es que de verdad la tenemos.

El 15 de septiembre es el Gran Día porque una madrugada como la de ayer, hace muchos años, Miguel Hidalgo lanzó su mítico grito de y en Dolores. Se supone que ese acontecimiento, y su celebración anual, nos aglutina entre un abrazo multitudinario. Entonces, todo es tricolor y todo es música “muy mexicana”, todo es grito bragado y todos somos uno solo bajo un cielo que estalla en artificios de fuego. México: este insondable palimpsesto.

Nos hundimos en la violencia, la corrupción política y social, el enriquecimiento ilícito, la diabólica burocracia, la mediocridad educativa, el desempleo, la miseria, pero somos únicos porque somos mexicanos, qué chingaos. Sé que todo esto es un lugar común. Lo repito sólo para no olvidar que aún tenemos todo pendiente, a pesar de la “independencia”, la Revolución, la guerra cristera, el 68 y tanto más.

En este galimatías de contradicciones, ¿cuál es nuestro denominador común?, ¿en qué consiste aquello que podemos llamar “irreductiblemente mexicano”, nuestro “volksgeist”, si en tal romántica noción podemos confiar? ¿A qué se referían Herder, Goethe y Hegel cuando con tanto empeño buscaban en este “espíritu de los pueblos” su identidad germana y un sentido de “la historia”?

Se habla de un “humor británico”, una “frialdad alemana”, una “elegancia francesa” y una “locuacidad italiana”. ¿Qué se dice de México allá afuera? ¿Con qué frase se lo define? No atinaría a mencionar la más certera, pero todos conocemos la imagen que de los mexicanos se tiene en todo el mundo: sí, el cactus, al indio recargado en él, etcétera. La iconografía es una de las disciplinas que más auxilian a la Historia y a la Sociología; tendríamos que atender sus visiones.

En nuestro caso, la instantánea del indígena -o el mestizo- casi echado sobre el cactus, acompañado de una botella de tequila y al amparo del sol por un sombrero de ala anchísima es el tema de uno de los cartones célebres de Naranjo, ese gran cronista plástico de México. “Me vale madre” es la consigna: el “valemadrismo” parece ser nuestra directriz en todos los ámbitos de la vida.

No recuerdo si Octavio Paz reflexionó en torno de este “valemadrismo” vernáculo en su “Laberinto de la soledad”. Quien con seguridad lo hizo fue Carlos Monsiváis, que era, como él mismo solía decir, “chile de todos los moles”. ¿Se trata, en cualquier caso, de una noción que guarda alguna relación con “la chingada”. Supongo que sí. Después de todo, la psicología de los mexicanos está constituida también por un haz de aspectos, tan ancestrales como neoimperialistas.

Con todo ese bagaje épico, histórico, mitológico, étnico, y con todos esos asuntos pendientes, los mexicanos nos enorgullecemos de la “independencia”, la Revolución, los diversos pasados indígenas y la extraordinaria diversidad cultural del territorio (todavía) nacional. Extrañamente, nuestros artistas son los grandes desconocidos de esta entrópica cultura mexicana. Los emporios televisivos y otros medios se han encargado de fomentar, entre otras monsergas, el voyerismo “deportivo” y “el entretenimiento”, nunca el pensamiento y la verdadera sensibilidad. 

En fin. Qué aleatorio orgullo ser mexicanos.